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Prosa contra poesía
Jesús Silva-Herzog Márquez
11 Feb. 08 (Diario Reforma)
La sorpresa es la rutina de la democracia. Hace unos meses todo indicaba que la senadora de Nueva York se haría fácilmente de la candidatura del Partido Demócrata para pelear, desde ahí, la Presidencia de Estados Unidos. No solamente contaba con el respaldo en casa del político más talentoso del escenario norteamericano y la red más extensa de relaciones y apoyos dentro de su partido. Ella había construido un incuestionable liderazgo nacional para impugnar el dominio republicano. No había pasado los años en la Casa Blanca horneando galletitas. Ejerció poder y participó en decisiones cruciales durante lo que ella ha bautizado como la "Primera Administración Clinton". Por méritos propios llegó al Senado y desde ahí ha ido esculpiendo un personaje presidencial.
Hillary Clinton caminaba tranquilamente a la postulación. Hoy las cosas se ven muy distintas y sus perspectivas son mucho más oscuras. Un senador novato, sin ancestros encumbrados ni experiencia gubernativa, se prepara para fastidiarle la coronación. A mitad del camino la puntera ha perdido la ventaja y aparece en varias mediciones por debajo del desafiante. Encuestas recientes apuntan un dato crucial: Barack Obama es visto como la mejor carta demócrata para la elección constitucional. Mientras ella aparece prácticamente empatada (o con una ligera ventaja) con el probable adversario republicano, Obama se despega cómodamente del candidato conservador.
La disputa dentro del partido puede verse como el choque de dos talentos, dos estilos contrastantes de liderazgo. Ya he dicho por estas páginas que me resulta poco interesante (aunque quizá no sea irrelevante) la raza o el sexo de los políticos. Se me escapa la tripa de ese discurso de identidad. Lo que veo en la contienda demócrata es una fascinante contraposición de talentos. Empiezo así: reconociendo la extraordinaria madera de Clinton y Obama. Dos políticos de cabeza clara y reflejo ágil; de olfato y con ideas. Pero sólo en su estatura son equiparables. En lo demás representan especies contrarias: dos ideales de liderazgo; dos nociones de política. Por un lado, la profesional que conoce el oficio y el taller de la política; por el otro, el misionero seductor que, sin distraerse en detalles, proyecta una imagen de futuro y maravilla a sus seguidores.
Hillary Clinton conoce y entiende los engranajes del poder. Durante años vio su complejo movimiento desde un mirador de privilegio e intentó (sin mucho éxito, por cierto) manejar sus hilos. Se ha curtido en el pleito, padeciendo y sobreviviendo los ataques más feroces de la política norteamericana. Realista, sabe bien que el camino del poder está repleto de espinas, trampas y traiciones. Conoce los mil y un obstáculos que asaltan cualquier propósito político. Comprende los vericuetos de la gestión administrativa y puede disertar durante horas sobre los detalles más técnicos de sus propuestas. Su cerebro despliega con orden números y anécdotas; opciones internacionales y experiencias históricas. Clinton tiene ideas, esas ideas desembocan en propuestas y éstas esbozan un cuadro de acciones, calendarios, prioridades. Ésa es su plataforma: sé qué hacer desde el primer día. No soy una improvisada. Represento la experiencia.
El problema es que la experiencia parece una virtud fuera de tiempo. La maestría administrativa, la destreza en el manejo de los instrumentos del poder no son particularmente atractivos en un país y, sobre todo, dentro de un partido urgido de cambio. Cuando ese ánimo de renovación se impone en la atmósfera, la inexperiencia resulta un costo que la gente está bien dispuesta a pagar.
Obama no ha dormido en la Casa Blanca. Tampoco ha gobernado un pueblo ni un estado ni ha tenido ninguna responsabilidad administrativa. Tampoco ha dirigido una empresa. En un país en guerra amenazado por la recesión esa novatez parecería un golpe mortal para cualquier aspirante. Sin embargo, el senador de Illinois ha logrado encarnar el cambio del que todos hablan. Todos los candidatos han pronunciado la palabra; sólo Obama le aporta sentido y mística. Frente a Clinton, las propuestas de Obama pueden ser vagas, pero son efectivas. Para ella, la política es una compleja relojería. Para él una proeza colectiva.
Obama ha mostrado que el viejo arte de la retórica no es polvo de la antigüedad, sino un recurso vivo y eficaz. El espectáculo de sus discursos es la constatación de ese poder. Alguien detectó la fuente de su encanto: al verlo ante un auditorio se contempla a un hombre que piensa y que después habla. No es el merolico que repite frases hechas y manoseadas, ni el títere de los asesores de imagen; es una inteligencia que se ejercita en público. Como ha resaltado Andrew Sullivan, uno de sus más lúcidos defensores, Obama representa la superación del antagonismo que ha polarizado a Estados Unidos en las últimas décadas. Será por eso que su convocatoria sale de los confines de un partido y contacta bien con independientes. Lo notable, sin embargo, no es la extensión de su llamado sino la intensidad. Obama ha revivido una llama que parecería muerta bajo el imperio de la mercadotecnia: la pasión política. Ha despertado esa emoción que es sospechosa para los escépticos y ridícula para los cínicos: el entusiasmo.
En un intento por disminuir los encantos retóricos de Obama, la senadora Clinton dijo que mientras él hablaba en poesía ella gobernaría en prosa. Trataba de ridiculizar la oratoria de su contrincante como romanticismo impráctico. Los cambios no se hacen con palabras hermosas, sino con la destreza que sólo da el tiempo y el contacto con el poder. La pregunta del momento es si la pericia de la experta puede vencer la magia del carisma.
Dos modelos
Denise Dresser
11 Feb. 08 (Diario Reforma)
Una mujer. Un africano-americano. Una disyuntiva histórica emblematizada por Hillary Clinton y Barack Obama en su lucha por llegar a la Casa Blanca. Una elección que divide en bandos antagónicos a quienes les preocupa más el género y a quienes les interesa más el cambio. Una carrera donde la experiencia que garantiza ella se enfrenta a la inspiración que ofrece él. Pero más allá de la importancia que tiene en esta contienda el género versus el color de piel, o la falda bien puesta contra la esperanza bien diseminada, hay algo mucho más en juego. Dos modelos de entender a la democracia en Estados Unidos y dos formas distintas de visualizar el liderazgo que necesita. En esta elección Hillary Clinton representa el incrementalismo partidista eficaz y Barack Obama la oportunidad de trascenderlo. Ella promete administrar mejor el gobierno; él ofrece reinventar su función. Fascinante contemplarlos porque cada uno revela -al hablar y al actuar- cómo gobernaría.
Hillary Clinton es probablemente la candidata con el mayor conocimiento sobre las políticas públicas que Estados Unidos ha presenciado en su historia. Y no es una exageración afirmarlo. Basta con escucharla hablar sobre temas tan complejos como la salud pública y la crisis hipotecaria para saber que es así. Tiene un intelecto formidable y una gran capacidad para entender y analizar los detalles de cualquier tema de la agenda pública. Puede pasar horas hablando sobre la imperiosa necesidad de ofrecer cobertura de salud universal, y por qué va a ser necesaria una retirada gradual de Iraq. Sabe cómo funciona la intrincada maquinaria del gobierno y cuáles son las palancas que se deben jalar para que camine con mayor velocidad.
Hillary se ve a sí misma como la persona con la experiencia suficiente para corregir la dirección equívoca que esa maquinaria tomó durante los años de George W. Bush. Una y otra vez manda el mismo mensaje: el liderazgo probado, la confiabilidad asegurada, la experiencia necesaria. Alguien que sabría qué hacer desde el primer día en la Oficina Oval porque lleva 35 años preparándose para llegar allí. Alguien similar a Lyndon Johnson, que conocía como nadie los vericuetos de la negociación legislativa y cómo lograr metas precisas a través de ella. Si ganara, trazaría objetivos claros, concretos, acotados. No pensaría en componer la democracia disfuncional sino en empujar una agenda gradual. No concebiría a la política como el arte de lo deseable sino de lo posible. Según un artículo reciente en la revista The New Yorker, Hillary Clinton contempla a la Presidencia como un puesto para alcanzar metas, no para transformar a la sociedad.
Pero eso es precisamente lo que ofrece el joven articulado, carismático, orejón, que está sacudiendo la política de su país. Difícil clasificarlo porque trasciende las categorías usuales y ha buscado -deliberadamente- escapar de ellas. Difícil no sentirse conmovido al escuchar sus discursos, leer sus libros, analizar el sentido de sus palabras. Palabras que repite sin cesar: Estados Unidos es más que sus divisiones y los partidos que insisten en ahondarlas. Estados Unidos se merece algo mejor que la polarización política que ha vivido desde la elección del 2000. Estados Unidos no es sólo un país de liberales y conservadores, de blancos y africano-americanos, de latinos y quienes los odian. Dice Barack Obama: e pluribus unum, de muchos, uno. El bando común de aquellos capaces de remplazar la política del cinismo por la política de la esperanza. La esperanza transformadora que se anima a creer que otro tipo de gobernabilidad es posible.
Y tan es posible que más de un millón de personas ha contribuido a su campaña, a veces con cantidades infinitesimales pero simbólicas, como la mujer que le entregó un cheque por tres dólares. Quienes no salían a votar ahora forman largas filas para hacerlo. Quienes nunca habían apoyado públicamente a un candidato -el caso de Oprah Winfrey- ahora se suman a la campaña en su favor. Quienes se sintieron alguna vez motivados por John F. Kennedy ven ahora en Barack a la persona capaz de recoger la antorcha que el Presidente asesinado dejó tirada aquella tarde en Texas. Ante la tiranía de la política tradicional, Obama enarbola lo que llama "la audacia de la esperanza". Esperanza nacida del amor improbable entre su madre blanca y su padre africano, como escribe en su autobiografía Dreams from My Father. Alimentada por las oportunidades que le dio el país en el cual creció. Reforzada por el lugar al que ha ascendido hoy un candidato improbable que se describe a sí mismo como "un chico flaco con un nombre raro que cree que América tiene un lugar para él, también".
Obama entonces gobernaría de una forma con pocos precedentes en la historia de Estados Unidos. Quizás sólo sería comparable con algunos presidentes verdaderamente transformadores como lo fueron Andrew Jackson y Theodore Roosevelt, quienes dejaron huellas profundas y marcas que determinaron el destino de la nación. Obama llevaría "the bully pulpit" -el púlpito de la Presidencia- a un nuevo nivel. Ante cualquier atorón legislativo, convocaría a la ciudadanía a presionar a sus representantes para ponerse de acuerdo. Ante la parálisis divisoria, apelaría a la unidad post-partidista. Ante la inacción de la clase política tradicional, recurriría a la movilización de personas que por primera vez sentirían que hay algo en juego. Y todo esto implicaría un cambio profundo en la democracia estadounidense; quizás la volvería más profunda, más densa, más participativa, menos confrontacional. Obama se concibe como el candidato catalizador capaz de sumar en vez de restar; capaz de remontar los pleitos partidistas en vez de resucitarlos; capaz de restaurar la fe en el gobierno y conectarlo de nuevo con la población.
Aristóteles escribió que "debe gobernar quien gobernará mejor" y Estados Unidos podrá escoger entre dos candidatos competentes con modelos contrastantes. Hillary Clinton ofrece ejecución; Barack Obama promete visión. Ella se presenta como una autoridad eficaz; él como un parteaguas necesario. Ella se aboca a elaborar propuestas; él afirma que será necesaria la reconciliación nacional para hacerlas realidad. Ella insiste que entre los demócratas y los republicanos no es posible la paz; él dice que logrará izar la bandera blanca entre bandos irreconciliables. Ella es la candidata del establishment; él ha construido un movimiento que lo trastoca. Al optar entre uno y otro, Estados Unidos también elegirá el tipo de sistema político que quiere ser, al margen de que lo gobierne el primer africano-americano o la primera mujer.