lunes, 28 de febrero de 2011

El rescate de la tradición, de Alberto Flores Galindo

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Prólogo a Carlos Arroyo: Encuentros. Historia y movimientos sociales en el Perú. Lima, Memoriangosta, 1989, p. 9-21.

EL RESCATE DE LA TRADICIÓN

«En toda época deberá hacerse de nuevo el intento de rescatar la tradición frente, a un conformismo que está a punto de aplastarla... Sólo tendrá el don de avivar la chispa de la esperanza en el pasado el historiador que esté firmemente convencido que ni siquiera los muertos estarán seguros frente al enemigo si éste triunfa. Y este enemigo no ha dejado de ser vencedor.»
Walter Benjamín

EL PERÚ es un país en crisis. Nos encontramos en medio de una de esas encrucijadas históricas en las que se termina poniendo en juego todo el destino de una colectividad. Aunque ignoramos el resultado de la confrontación, sí estamos seguros de que a la vuelta de algunos años, este país, para bien o para mal, en beneficio de unos o a costa de otros, será muy distinto que lo que ahora es. En estas circunstancias, los intelectuales (y no sólo ellos), buscan afanosamente respuestas a sus interrogantes. A veces vuelven la mirada hacia el pasado pero evidentemente no puede esperarse que allá encuentren una imagen libre de las tensiones y angustias del presente. Todo lo contrario.

A lo largo de este libro, Carlos Arroyo entrevista a diversos historiadores peruanos. Específicamente diez historiadores, a los que se suman tres antropólogos y un periodista. Los temas tratados comprenden un amplio marco cronológico, desde el país de los incas hasta el Perú actual. Los entrevistados pertenecen a distintas generaciones y responden a diversas preocupaciones pero, a pesar de todo, hay a lo menos, dos temas en común: la cuestión de la identidad y el redescubrimiento del mundo andino.

Llama la atención la profusión de estudios recientes sobre el mundo andino. Una sucinta enumeración nos llevará a recordar los libros de Juan Ansión, María Rostworowski, Scarlett O'Phelan, los que siempre acostumbra publicar Luis Lumbreras, la obra de los hermanos Montoya, los prólogos de Pablo Macera, los artículos de Alfredo Torero, los estudios de Manuel Burga y Nelson Manrique, los ensayos míos, sin omitir a Víctor Domínguez, Wilfredo Kapsoli, Rosina Valcárcel o las revistas Tierra Adentro, Allpanchis o Márgenes. Todo esto incomoda a muchos. Lamentablemente no sólo a los intelectuales de derecha. Es así como se ha acuñado el término –con evidente connotación despectiva– de «neo-indigenismo» [1].

Se atribuye a la preocupación que algunos tenemos por lo andino un contenido, en el mejor de los casos, romántico, pasadista, resultado del afán de huir del presente y de buscar algo de que asirse en el pasado[2]; en el peor de los casos se trata de ingenuos que se han puesto al servicio del senderismo, si no son aliados conscientes del terrorismo. Esto se escribe a veces. Lo hizo, por ejemplo, José Tamayo en un libro sobre problemas regionales[3]. Pero, con más frecuencia se comenta, sugiere y desliza siguiendo los viejos mecanismos del chisme limeño o del correo de brujas. Para construir esta imagen del «neo-indigenismo» ha sido preciso hacer un bloque homogéneo de casi todos los preocupados por el mundo andino. Pero éste es un supuesto bastante fácil de desbaratar. Para ello sería suficiente leer con alguna atención –no mucha– los libros de Burga y míos, para descubrir que al lado de acuerdos, existen evidentes diferencias. Nelson Manrique ha discutido el ámbito espacial y temporal de la utopía andina[4]. Henrique Urbano, en la Revista Andina, hizo un agresivo comentario del libro de Ansión, obra en la que si bien se trabaja con material oral, se lo hace en una perspectiva bastante distinta de la utilizada por los hermanos Montoya. Creo que las entrevistas que aquí reúne Arroyo servirán para mostrar los acuerdos y las diferencias entre los supuestos «neo-indigenistas». La mayoría de los entrevistados son marxistas pero cada uno asume de manera peculiar este método.

Decía leer con alguna atención porque quien haya ido más allá de la carátula de mi libro podría haberse dado cuenta de que la tesis central no era precisamente seguir Buscando un Inca, sino dominando los recuerdos, utilizando la carga pasional de la utopía andina y recurriendo a elementos del pasado (como la tecnología tradicional), tratar de fundar un discurso nuevo, radicalmente diferente, que permita sustentar un proyecto socialista. Es decir, pensar la tradición desde el futuro. Sin embargo, ocurre que no se lee. ¿Por qué? Obviamente porque se suponen los contenidos[5]. Es lo que ocurre en un debate. Mejor dicho –porque todos los debates lo son casi por definición–, cuando el ambiente se carga de pasiones. La vida intelectual ha terminado arrastrada por cualquiera de los muchos remolinos que nos rodean ahora en el Perú.

Creo que esto es expresión de un ambiente de intolerancia que tiende a dominar la escena intelectual. Frente a un fenómeno como el senderismo no existe la posibilidad de estudiarlo o analizarlo; sólo cabe la condena más rotunda, hasta bordear en el reclamo de la pena de muerte. Con unos o con otros. No hay término medio. La lógica del terror o de las zonas de emergencia traspuesta al mundo universitario. Si un autor no muestra que a lo menos escribe desde el poder, razonando como si fuera un miembro de las fuerzas armadas o un sociólogo asimilado a la policía, se vuelve un sospechoso. Lo peor es que quienes comparten estas apreciaciones se consideran a sí mismos como demócratas. La democracia, en realidad, es una difícil práctica cotidiana que se debe ejercer en todos los espacios, incluida la cátedra universitaria o los cafés de las instituciones.

Pero el ejercicio de la democracia resulta muy difícil en un ambiente cercado por el miedo. El temor es, en realidad, el reverso de la intolerancia. La mejor manera de mostrar que uno no está apestado por el virus del senderismo, que no forma parte de esos nuevos leprosos, es acusar a otro de ser tal: la vieja lógica de los pogrom medioevales. Para entender esto hay que reparar en que el «senderismo» se ha terminado encontrando con otros fenómenos, como el incremento de la pobreza urbana, los cercos de miseria que rodean a las ciudades, el ascenso de la criminalidad y la delincuencia todo lo cual, ha resucitado a los «fantasmas de la clase media». «Una sensación de inseguridad invade el ánimo de los sectores medios. En los barrios residenciales las ventanas se enrejan, las casas se amurallan y las calles se pueblan de wachimanes»[6]. Este es el medio social en el que viven los intelectuales. Sus centros de trabajo –universidades o institutos de investigación– también deben rodearse de sistemas de vigilancia y protección.

En esas circunstancias, el ropaje académico con el que se han pretendido revestir a las ciencias sociales no sirve de mucho, si es que no se prescinde de la ética. Hacer del Perú sólo un tema de estudio. Es el precio que se paga para ser admitido en el mundo académico nacional (o internacional). El lenguaje cambia. Así como en el discurso de la derecha una masacre se convierte en un exceso, la izquierda (o una parte) prefiere no seguir hablando de miseria o explotación. Un lenguaje neutro: sin una tonalidad definida. Desde esta perspectiva no hay nada más reprochable que confundir las opciones con el análisis. Si alguien lo hace, es un romántico y su discurso se invalida como tal. Tras la acusación de «neo- indigenismo» –la evocación de un juzgado resulta inevitable–, subyace el rechazo al compromiso vital con los temas de estudio. No nos quejemos demasiado: es la temperatura del país. Sin embargo, en la acuñación de ese término, es preciso admitir ciertos elementos constatables. Efectivamente, una vertiente trazada entre quienes están preocupados por lo andino ha conducido a la recreación añorante del pasado. Ocurre entre quienes han apostado por la recuperación de la tecnología nativa: creen encontrar en el mundo prehispánico, una panacea para la agricultura peruana y su deficitaria producción de alimentos, sin reparar en que andenes y camellones formaban parte de una determinada estructura social, para un época en que el Perú tenía menos población que ahora y sin los desequilibrios actuales en beneficio de la ciudad y a costa del campesinado. También existe el romanticismo de los llamados movimientos indianistas: los editores de Pueblo Indio. Ellos sí son una efectiva prolongación del indigenismo en nuestros días. El indigenismo, en efecto, no ha muerto en las ciencias sociales y tampoco en la literatura. (Aunque en este terreno han pasado inadvertidos textos de la calidad de Los Ilegítimos, publicado por Hildebrando Pérez Huarancca).

Resulta paradójico sindicar a los supuestos «neo-indigenistas» como personas empeñadas en olvidar el presente, porque ocurre que precisamente algunos de ellos se han empeñado en escribir sobre la actualidad más inmediata. Recuerdo aquí los artículos de Rodrigo Montoya sobre Ucchuraccay: una verdadera campaña en la que no fue acompañado por otros antropólogos; textos que el mismo Montoya, Luis Lumbreras o Nelson Manrique han escrito sobre la guerra sucia o las masacres de estos años. Pero a muchos científicos sociales –en particular del gremio de antropólogos–, lo andino ha dejado de interesarles. No quieren salir al campo. Prefieren la ciudad. Cierran los ojos ante esa cifra ignominiosa de cerca de 15,000 muertos, la mayoría de ellos campesinos. Tampoco les interesa –en el verdadero real sentido de la palabra– que el año pasado el Perú tuviera el récord de desaparecidos en el mundo (79 personas) y que la mayoría de esas víctimas fueran campesinos.

Lo andino, de ayer y hoy, está en debate. Curiosamente la formulación más sugerente en contra de lo andino proviene de un intelectual de izquierda. Carlos Iván Degregori ha planteado que en la cultura popular peruana, a partir de los años 50, se habría producido una especie de revolución mental: el mundo tradicional sustituido por el nacimiento de una modernidad popular. Se refiere así a que «el viejo mito de Inkarri va siendo reemplazado de manera creciente por otro: el mito del progreso»[7]. Dejemos a un lado la contradictoria fórmula de «mito del progreso», términos en sí mismos contrapuestos, como debiera saberlo cualquier antropólogo. Más importante es subrayar esa manera de concebir a la cultura popular como un todo homogéneo al que se le puede atribuir un solo contenido; un proceso que marcha en una misma dirección y que posibilita por lo tanto delimitaciones temporales muy nítidas: antes Inkarri, ahora el progreso. Pero esa cultura popular siempre ha sido más compleja abrigando en su interior cosmovisiones contrapuestas y distintos valores. Es el resultado de las creaciones propias de las clases dominadas y de todos los otros componentes asimilados o impuestos por otras clases. Esta heterogeneidad es todavía mayor en un país colonial que, además, tiene tras sí varias tradiciones culturales. Desde luego, se intensifica y amplía en tiempos de crisis.

En la actualidad, en la cultura andina coexisten tanto la esperanza en el progreso como la vuelta al pasado, a veces de manera conflictiva y en otras ocasiones, conviviendo hasta en el interior de un mismo individuo. El mito de Inkarri se lo encuentra todavía junto con relatos orales, representaciones teatrales, canciones en quechua, creaciones que expresan con frecuencia el rechazo a la modernización. Pero esto no significa negar que pueda existir también una versión negativa del Inca, como la que se escenifica en ciertos pueblos del valle del Mantaro. En estos dilemas no se agota la cultura andina, habitada también por pishtacos, cabezas voladoras y otros seres que producen angustia y temor. La cultura andina es, de otro lado, el reclamo de la escuela, el entusiasmo por el cemento y la calamina, la esperanza en la migración a Lima. Así como son hombres andinos quienes han edificado sus viviendas en medio del arenal, lo son igualmente aquellos que han imaginado ese culto de salvación que es la «Iglesia Israelita del Nuevo Pacto Universal» (Marco Curátola).

Degregori supone que la migración es una ruptura con el pasado. En parte sí, pero las conexiones con esa tierra que queda atrás se mantienen través del parentesco, las instituciones regionales, el regreso periódico a la comunidad. Nuestra época, cuando supuestamente se produce el ocaso de lo andino, es también la época en que la organización comunal se propala por todos los Andes. Mientras desaparecen los gamonales y las haciendas, las comunidades llegarán hasta cerca de 5,000 (reconocidas). En la ciudad, las asociaciones de provincianos serán el soporte social que hace posible la reproducción, en el medio urbano, de la reciprocidad y la ayuda mutua. Es prematuro, a veces, dar por muerto al pasado. ¿Volver atrás? El desafío que implican ideas como la utopía andina es la posibilidad de encontrar un camino propio: esa explosiva aleación entre lo nuevo y lo viejo que Mariátegui resumió al hablar de la «heterodoxia de la tradición». Pero, ¿se trata de proponer una síntesis o de elaborar un proyecto radicalmente nuevo?

En un país como el Perú se puede hacer algo más trascendente que abrir puertas y ventanas a la modernidad: someterla a una crítica, desde un espacio atrasado y marginal, que ha debido soportar los costos de la modernización y que tiene tras de sí otras tradiciones culturales. Hay que deslindar –como lo hace Aníbal Quijano– entre conceptos que no son equivalentes: modernidad, modernización, cultura occidental. Se corre el riesgo de que, al elogiar la modernidad, estemos haciendo una velada defensa del capitalismo. Por eso resulta imprescindible introducir en la discusión la perspectiva socialista. ¿El socialismo es la prolongación de la modernidad o, por el contrario, su abolición? La polémica entre Marshall Berman y Perry Anderson. Prescindiendo de esta discusión, Berman es citado entusiastamente por Degregori pero Lima o San Martín de Porres no obedecen al mismo modelo de New York o el Bronx, desde donde se elaboró Todo lo sólido se desvanece en el aire... La discusión sobre lo andino es una invitación a pensar desde nuestro propio entorno. Situar nuestro pensamiento. La búsqueda de respuestas propias: un desafío a la creatividad[8]. Para ello, tal vez, no habría que seguir dando vueltas a la disyuntiva entre modernidad y tradición y volver a poner en el centro del debate el cambio social, Degregori y sus amigos terminan el libro Conquistadores de un nuevo mundo, ubicando a los migrantes a Lima entre la «disgregación regresiva a la recomposición democrática» (p. 296). También podrían considerar otras opciones. La revolución, por ejemplo.

En estos últimos años ha emergido una corriente ideológica que quiere negar enfáticamente el pasado de este país. En el empeño de abrir todas las puertas y ventanas al mundo Occidental, han transpuesto mecánicamente el discurso liberal de la economía al campo de la cultura; en nombre de la libertad quieren deshacerse de lo que terminan calificando como el lastre andino. Es el pensamiento de la nueva derecha peruana. A diferencia de sus antepasados (los Riva Agüero, García Calderón o Belaúnde), los principales intelectuales de derecha hoy, desvaloran la historia. Su terreno privilegiado es la Economía. Por eso, un caso raro es Fernando Iwasaki joven historiador que merodea al Instituto Libertad y Democracia, que comparte ese menosprecio y desdén, no por la Historia pero sí por lo andino. «La cultura andina subsistirá y crecerá –dice Iwasaki– si cumple una función en la reproducción social y la división del trabajo necesarias para la expansión del capitalismo»[9]. Aquí modernidad es, sin reparo alguno, sinónimo de capitalismo y occidentalización. Más transparente no podría ser: el destino de los dominados dependiendo de la lógica del capital. La defensa de la imposición cultural. Esta afirmación resulta coherente con un autor para quien el Perú comenzó con la conquista y los encomenderos fueron, por lo tanto, los primeros peruanos. «Las circunstancias y una serie de lealtades contradictorias hicieron que los encomenderos –y no los hombres andinos– ¬hicieron suyo el Perú y lo defendieron ante las pretensiones de la metrópoli» (p. 18). Así, con una frase rotunda queda abolida de la memoria la resistencia indígena, la visión de los vencidos y todo el trabajo de los etnohistoriadores. Iwasaki hace una explícita defensa del Perú de los Pizarro. El prologuista del libro –un historiador del mundo andino– debería estar en desacuerdo con estos argumentos pero, a veces, incluso entre historiadores que se consideran académicos, más importante es la ideología que el análisis científico. Franklin Pease no dice nada específico acerca de la obra que presenta. Otro tanto ha sucedido con los muchos comentaristas convocados por Iwasaki, interesados antes que en el contenido de su libro, en subrayar que el autor es joven y no es marxista, después de lo cual se desbordan, como Patricio Ricketts, en parrafadas anticomunistas (Expreso, 21 VIII-1988, p. VIII). Los mecanismos de la publicidad traspuestos a la vida académica: las imágenes por encima de los contenidos. Todo esto es parte de los afanes por tratar de reconstruir un espacio intelectual de derecha y recuperar una iniciativa que tenían perdida.

El libro de Iwasaki, Nación peruana: entelequia o utopía, termina siendo la realización cabal de su subtítulo, Trayectoria de una falacia. En efecto, comienza no precisamente criticando a los autores marxistas sino a esos historiadores para quienes «la Peruanidad ya está definida», y así, con mayúscula, es un evidente reproche a Víctor Andrés Belaúnde, autor de un libro que llevó precisamente ese título. Luego añade, refiriéndose a este autor o a Riva Agüero, que «su versión de la historia nacional es tan idílica que raya con lo irreal, y tan débil en sus fundamentos teóricos que ya no satisface a un sentido común sacudido por la crisis y la violencia» (p. 1). En la página siguiente arremete contra quienes han querido hacer de la nación peruana un mito, negar su realidad, convertirla en una entelequia, en el sentido vulgar de la palabra, es decir, los marxistas. A éstos es a quienes, más adelante, denominará los «modernos sociólogos», hurtando una expresión acuñada por Belaúnde a comienzos de siglo para referirse a sociólogos europeos, pero Iwasaki habla de peruanos de estos días y casi nada de sociólogos (apenas se menciona el apellido Quijano o Cotler, omitiendo a muchos otros), sino de historiadores, y de unos pocos, centrando al final sus baterías casi en uno solo. «Modernos sociólogos» es un nombre equívoco cuyo uso conduce al autor a terminar repitiendo lugares comunes enrostrados siempre a los marxistas: son economicistas, no tienen patria, propalan el odio, sin tener en cuenta que han sido algunos de esos materialistas ateos quienes introdujeron en el Perú la historia de las mentalidades (Burga), argumentaron la existencia de una conciencia nacional entre los campesinos enfrentados a la invasión chilena (Manrique) o han inundado las librerías con textos sobre la democracia. Se cae en los viejos argumentos «conspirativos»: la voluntad tenebrosa que mueve hilos y subyace tras cualquier libro. El hedor a anticomunismo es demasiado penetrante: «La utopía andina corre el riesgo de ser la estrategia y el ropaje que de ahora en adelante asuma el marxismo en el Perú para el mangoneo de las conciencias» (p. 221) dado que el autor considera que no requiere de fundamentación alguna afirmar que «'los modernos sociólogos' procuran insuflar de odio las protestas populares y deificar los más protervos actos de violencia» (p. 137). Entonces –puede concluir cualquier lector–, sólo queda expulsarlos de la República de las Letras.

La intolerancia juega malas pasadas. Es así que Iwasaki, después de haber arrancado criticando a los historiadores tradicionales, termina defendiendo a Belaúnde, haciendo el elogio de Bartolomé Herrera (a quien a pesar de las citas que él mismo hace se empeña en presentar como progresista) y confesando al final que «nuestro objetivo principal a todo lo largo de esta obra, ha sido demostrar que la nación peruana no es un mito y que ella está por encima de las frustraciones colectivas, de lo compromisos ideológicos, de las circunstancias inmediatas o de la hegemonía de cualquier clase social» (p. 231). Es decir, por encima de todo y de todos: en el inasible reino del espíritu. ¿Dónde quedó la actitud crítica o la supuesta «rigurosidad metodológica» que habría aprendido de sus también supuestos maestros marxistas?

La incoherencia es, en realidad, resultado de una crítica al marxismo que no quería ser la defensa de una ideología tradicional sino la postulación de otra concepción de la historia peruana: un discurso nuevo y original que fuera más allá, en dirección al futuro. Evidentemente si el autor termina repitiendo a Belaúnde y construyendo al final frases como las que criticaba en su introducción, hay que admitir que no lo consiguió. No es tan claro si se trata de un fracaso o un engaño. ¿Se quería elaborar realmente un nuevo discurso o simplemente cambiar el ropaje de una vieja monserga? Para quienes consideran que lo único importante es la edad de Iwasaki y su filiación ideológica, está pregunta no interesa lo más mínimo. Existe una vertiente del pensamiento de derecha a la que sólo preocupa vender o imponer imágenes: los publicistas en el sentido estricto de la palabra. Para ellos la carátula prima sobre el contenido. Así por ejemplo no tiene ninguna importancia que muy pocas personas (entre los que forma habitualmente el público lector peruano) puedan abrir o leer las páginas de Perú promesa: lo único que interesa es mostrar el libro y dar una inasible aura intelectual al empresariado peruano. No es por azar que en la empresa de elaborar ese libro se hayan asociado una universidad privada con una agencia de publicidad[10].

En cambio, si tomamos algo más en serio a Iwasaki y leemos su libro, nos puede interesar explicar su fracaso en la construcción de un nuevo discurso historiográfico. Falta de creatividad e imaginación sería una respuesta. El poco conocimiento de otras corrientes historiográficas no marxistas que lo hubieran podido inspirar, sería otra. Tal vez ocurre en la historiografía lo mismo que en la política: el movimiento Libertad que se postula como nuevo ha tenido que cargar con esos lastres que son el PPC y AP, así como Iwasaki ha terminado resucitando al fantasma de Bartolomé Herrera. Esto es sin embargo un paralelo entre opciones políticas e intelectuales, y no una explicación. En ambas situaciones, la dependencia del pasado no se debe a la fuerza de la tradición conservadora (casi inexistente ahora en el campo historiográfico) sino más bien a la dificultad para mirar creativamente el futuro. Pareciera que el pensamiento crítico sólo es posible –a lo menos en un país como el Perú– si se asume el punto de vista de los dominados. El fracaso de Nación peruana: entelequia o utopía, tendría una explicación social.

La historia es un campo de discusión. Resulta lógico en tiempos de crisis. Pero todavía más en una sociedad donde los viejos discursos ideológicos y los patrones de dominio tradicionales parecen no funcionar. Se cuestiona a los dominadores. Hay una crisis de hegemonía. Frente a estas circunstancias, los empresarios quieren poner alto a ese supuesto desborde popular e imponer las reglas de juego que deben regirnos más allá del año 2000. Fernando Iwasaki no es un historiador convencional que sólo sepa transitar entre su cátedra y el archivo. Lee los periódicos, ve la televisión (parece muy sensible a los medios de comunicación de masas) y ha tratado de elaborar, de acuerdo con los tiempos, un libro de historia que fuera también un texto político. Aunque sin mucho sustento, escribe con entusiasmo y convicción. El apasionamiento le otorga a veces un tono plausible a sus afirmaciones. La recuperación del terreno supuestamente perdido frente al marxismo, lo conduce a reclamar para el pensamiento de derecha todos esos espacios de los que habría sido desalojado: la escuela, la universidad, el periodismo. Termina viendo marxistas por todos lados. Sospecha de casi todos sus profesores en la Universidad Católica. La intolerancia tiene a veces rasgos paranoides. En todo caso, aunque ese nuevo discurso historiográfico no haya tenido una feliz formulación, ha sabido reclamar para sí todos los espacios. Es evidente su inspiración autoritaria. En las páginas de Nación peruana: entelequia o utopía advertimos los ecos de esos empresarios que reclaman todo el poder. Sin embargo, en el discurso ideológico que tratan de elaborar, la Historia queda como una pariente pobre: son modernos, no les interesa la tradición. El proyecto de Iwasaki, por esto, tiene un frágil sustento social.

Al pensamiento de izquierda, en cambio, si le debe interesar el pasado en la medida en que no se deje arrastrar por la corriente de transnacionalización de la cultura y se empeñe en encontrar una vía alternativa para el desarrollo del país. En este sentido, una mirada crítica sobre la historia peruana conduce a cuestionar el derrotero que se le impuso a este país desde el siglo XVI. A buscar, por lo tanto, una alternativa radicalmente distinta. El pasado remite no sólo al presente, también al futuro. Es la dimensión subversiva que termina asumiendo la Historia. Pero ello sólo es posible si no se olvida que existen vencedores y vencidos.

El reportaje periodístico, con las preguntas incisivas de Arroyo y el registro fiel de las respuestas grabadora en mano, permite tomar la temperatura de una bullente vida intelectual y política. Pero, Arroyo no sólo registra y transcribe: antes que nada pregunta. Se trata de un periodista, que ha recorrido diversas redacciones de periódicos y revistas, trabajando siempre en condiciones difíciles pero, a la vez, atento a las nuevas preocupaciones y dándose siempre tiempo para estar informado de lo que se acaba de publicar no sólo aquí, sino también fuera del país. Lector acucioso y hombre fiel a su profesión que, según Antonio Cisneros, puede ser el último refugio de las letras y las humanidades. Contagiado por el oficio de Carlos Arroyo he escrito estas páginas al correr de la máquina, con tanto apasionamiento como sinceridad.

[1] Sólo para Indicar las referencias bibliográficas de los libros publicados éste y el año pasado: Fernando Iwasaki: Nación peruana: entelequia o utopía, Lima, Crese, 1988; Juan Ansión: Desde el rincón de los muertos, Lima, GREDES, 1987; María Rostworowski: Historia del Tahuantinsuyu, Lima, IEP, 1987; Rodrigo, Edwin y Luis Montoya: La sangre de los cerros, Lima, CEPES, 1987; Scarlett O´Phelan: Un siglo de rebeliones anticoloniales. Perú y Bolivia 1700-1783, Cusco, Centro de Estudios Regionales Andinos Bartolomé de las Casas, 1988; Pablo Macera: La leyenda de los hombres verdes (prólogo), Lima, Banco Agrario, 1988; Manuel Burga: Nacimiento de una utopía, Lima, Instituto de Apoyo Agrario, 1988; Nelson Manrique: Yawar Mayu, Lima, DESCO, 1988; Víctor Domínguez: Heroica resistencia de la cultura andina, Huánuco, CREA, 1988; Rosina Valcárcel: Mitos. Dominación y resistencia andina, Lima, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1988.

[2] Carlos Iván Degregori: «Carnaval por la vida», en Quehacer N° 55, noviembre de 1988, Lima, DESCO, p. 101.

[3] José Tamayo: Regionalización: mito o realidad e identidad nacional: utopía o esperanza, Lima, Centro de Estudios País, 1988. En este libro Tamayo sindica como sospechosa de «senderismo» a la «utopía andina». Entonces todavía no circulaba el libro de Manuel Burga: Nacimiento de una utopía. El autor se basa en la respuesta que a una pregunta suya habría dado Burga. El libro, en particular por estos supuestos deslindes, fue elogiado por dos directores de centros de investigación, Francisco Guerra (CEDEP) y Efraín Gonzáles (IEP). Obviamente no habían podido leer el libro de Burga y sospecho que tampoco el mío.

[4] Nelson Manrique: «Historia y utopía en los Andes», en Debates en Sociología, (próxima publicación).

[5] Un caso entre patético y ridículo es la reseña que sobre Buscando un inca publicó la revista Hisla. En ese libro insisto repetidas veces en que la utopía fue un resultado del encuentro entre la memoria y la imaginación colectiva. En ningún momento digo que se tratara de un discurso verdadero; por el contrario, se habla de una creación, de una invención colectiva. Un testimonio de su vigencia en nuestros días se encuentra entre esos escolares que siguen imaginando al mundo incaico como una sociedad homogénea, feliz, sin explotación. Pero Enrique Mayer me atribuye pensar literalmente todo eso acerca del imperio incaico. Ensaya una refutación y discute la pertinencia de un juicio sobre el pasado sustentado en ingenuas encuestas a escolares contemporáneos. ¡Un disparate! Lo único que se puede pensar es que ese señor no sabe español y entendió otro texto. Pero los editores de Hisla sí saben español, deben leer lo que publican y dice mucho de su seriedad que hayan admitido esa reseña. Como es probable que alguien dude de mí, lo citaré literalmente:
«Pero lo más divertido es la intención del autor de sostener que los Incas tuvieron efectivamente una Utopía Andina. El llega en esto tan lejos que toma para sí las respuestas obtenidas en una encuesta para escolares donde se les preguntaban sí los Incas vivieron, o no, bajo una sociedad justa y equilibrada. Flores concluye que el 68% respondió afirmativamente. Sin embargo, la confianza depositada en tales métodos nos dan buenas señales de un provincialismo auto congratulatorio de los intelectuales limeños y no de un desarrollo de la Historia. Esto es como sí le preguntáramos a cualquiera que es lo que piensa de sus antecesores. Es lógico que responderán que fueron ‘buenos’. Uno también siente curiosidad de saber la respuesta al hecho de que si los Incas tuvieron una sociedad armónica por qué existieron fortalezas tan colosales como Ollantaytambo y otras en los alrededores del Cuzco ¿Fueron estas simplemente trabajos públicos o ellas sirvieron como pétreos edificios de autoritarismo que sostenían la sociedad utópica Inca?», Hisla, 1987, p. 97.
Al final Mayer termina tratando de convencerme –con toda seriedad– ¡que la utopía andina no ha existido! Hasta aquí los chistes. También me señala como seguidor de Pol Pot: el espíritu inquisitorial nuevamente. En todo esto ha existido una falta de seriedad tanto más increíble cuanto que procede de pretendidos medios académicos.

[6] Gonzalo Portocarrero: «Los fantasmas de la clase media», en Hueso Húmero N° 20, Lima, Mosca Azul Editores, 1985, p. 72.

[7] Carlos Iván Degregori, Cecilia Blondet, Nicolás Lynch: Conquistadores de un nuevo mundo, Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 1986, p. 290.

[8] Todos estos temas requerirían una discusión más detenida para la que deberíamos recurrir no sólo a Anderson y Berman, sino también a Mayer, Lowe, Habermas, Quijano, Lechner. Pero lo más importante es la crítica y reformulaciones de nociones, desde nuestra experiencia. Es un debate que apenas comienza, que en el Perú ha sido planteado por el pensamiento de izquierda y que ni siquiera es lejanamente advertido en el libro de Fernando Iwasaki.

[9] Fernando Iwasaki: Nación peruana: entelequia o utopía, Lima, CRECE, 1988.

[10] Varios autores: Perú promesa, Lima, Universidad del Pacífico, 1988.