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El 5 de diciembre pasado se realizó un homenaje a Alfonso Barrantes en la Casona de San Marcos, al conmemorarse el séptimo aniversario de su fallecimiento (ocurrido el 2 de diciembre de 2000). No tuve tiempo para hacer un comentario al respecto, lo hago ahora, más vale tarde que nunca.
Es evidente que Barrantes es la figura política más importante de la izquierda durante la década de los años ochenta, la década “de oro” de la izquierda peruana, cuando se convirtió en la segunda fuerza política del país. Este logro hubiera sido imposible sin él; la política en general, y la nuestra en particular, es muy personalista. Barrantes logró cambiarle la cara a la izquierda peruana de la década de los setenta, marcada hasta entonces por el estilo de líderes como Hugo Blanco, Genaro Ledesma o Jorge del Prado. La izquierda aparecía rabiosa, sin propuesta, agitadora, violenta, marxista-leninista, dogmática, atea, insurreccional. Barrantes apareció y sacó de cuadro a todos; tenía un estilo de tranquilo y cortés profesor provinciano, era católico, tenía chispa, sentido del humor, una gran capacidad de comunicación, hablaba sencillo, sin grandes rollos ideológicos, se presentaba como un hombre amable, accesible. Este personaje se convirtió en el gran referente político de la izquierda para la gente común (el “tío frejolito”), de allí su arrastre electoral y popularidad. Barrantes amplió la convocatoria de la izquierda más allá de sus bases organizadas tradicionales, llegó a otros sectores populares y a sectores medios. También fue una persona honesta y modesta, cuestión importante que se debe resaltar. Muchos recuerdan al final de sus días a Barrantes haciendo su cola en el seguro social. No se enriqueció haciendo política.
Para mí lo más importante, visto retrospectivamente, es que desde inicios de la década de los años ochenta Barrantes tuvo el acierto y el coraje de marcar una línea clara de deslinde con Sendero Luminoso (cuando el conjunto de la izquierda era tremendamente ambigua), y de proponer el diálogo con otras fuerzas y el acuerdo nacional para enfrentar los problemas y como medio de “acumulación de fuerzas” para la izquierda, en vez de una lógica de pura agitación y confrontación.
Yo tenía 15 años cuando Barrantes se convirtió en presidente de IU en 1980, y su figura fue decisiva para que desarrollara una identidad de izquierda, a pesar de que todo mi entorno familiar fuera contrario a ese camino. Tenía 18 cuando ganó la alcaldía, y estaba en el primer año de estudios universitarios. Al entrar a la facultad de ciencias sociales, en 1985, una de las primeras cosas que hice fue enrolarme como practicante en la Oficina de Participación Vecinal de la Municipalidad de Lima, en el proyecto especial Huaycán, con el que la facultad tenía algún tipo de convenio, a través de Isabel Yepes. Recuerdo que también estaba involucrado el Centro Ideas, a través de Marina Irigoyen.
En Huaycán los practicantes éramos pinches típicos, mi chamba era básicamente pegar afiches y publicitar las distintas campañas del municipio (de salud, básicamente), y ser mensajero de convocatorias de reuniones y comunicaciones entre la oficina de participación vecinal y los dirigentes de las distintas zonas. Nada muy emocionante, aparentemente, pero en realidad sí lo era para quienes lo hacíamos (especialmente para mí y mi pata Ricardo Caro), y hoy lo recuerdo como una experiencia fundamental en mi formación. En Huaycán trabajábamos con la arquitecta Silvia de los Ríos, quien hoy trabaja en CIDAP, y con Linda Zilbert, a quien le he perdido la pista.
Huaycán era un proyecto urbano diseñado por el arquitecto Eduardo Figari, con un planteamiento que buscaba promover la organización popular y la vida comunitaria: las puertas de las casas estaban dentro de las manzanas, como en quintas, y no daban a la calle; se privilegiaban los espacios comunitarios, antes que los de propietarios individuales. Ideas quiméricas: la gente no quería eso, y construyó al final a su modo, como puede verse hoy. Figari era militante de VR, si no me acuerdo mal... sí, Figari, quien años después diseñó Larcomar y hoy está en FORSUR con Favre, vueltas que da la vida. Como todos saben, Huaycán era también “zona roja”: más de una vez nos cruzamos con gente del MRTA y de SL volanteando por ahí, alguna vez vimos la figura de la hoz y el martillo ardiendo en los cerros por la noche. Pudimos conocer a muchos esforzados dirigentes populares de varios partidos, pudimos admirar la chamba de la gente para convertir un terreno lleno de rocas y arena en una ciudad, pudimos ver cómo se hacía política en una zona altamente conflictiva, asistiendo a asambleas y conversando con todo tipo de gente, zona que ya empezaba también a militarizarse (nos tocaron también batidas y regresos a Lima apurados antes del toque de queda). Sobre todo esto ver el informe de la CVR:
http://www.cverdad.org.pe/ifinal/pdf/TOMO%20V/SECCION%20TERCERA-Los%20Escenarios%20de%20la%20violencia%20(continuacion)/2.%20HISTORIAS%20REPRESENTATIVAS%20DE%20LA%20VIOLENCIA/2.13%20LA%20VIOLENCIA%20EN%20HUAYCAN.pdf
Bueno, pero yo estaba hablando sobre Barrantes. En Huaycán descubrí algo que mucha gente dentro de la izquierda sabe: Barrantes era un estorbo dentro de la municipalidad. Era una excelente cara pública, gracias a él se ganó la elección, pero era terrible dentro. En Huaycán y en Participación Vecinal descubrí, para mi sorpresa, que Barrantes frecuentemente boicoteaba actividades y programas del municipio por pura mezquindad política. Barrantes solía decir que él no iba a trabajar para Patria Roja o para el PUM o para cualquier otro grupo que "se aprovechaba de él", entonces saboteaba actividades de unas oficinas o el trabajo en algunos barrios, para no “beneficiar” a partidos que tenían “presencia” en esas zonas. En Huaycán me consta que no quiso estar en algunas inauguraciones de obras porque esas eran zonas “de Patria Roja”. Muchas personas que trabajaron en la Municipalidad saben que la gestión funcionó gracias al equipo encabezado por el Teniente Alcalde, Henry Pease, y a pesar de Barrantes. Las cosas funcionaban bien cuando Barrantes estaba de viaje (ocasión bastante frecuente, por lo demás), y se trababan cuando regresaba.
Así que mi experiencia en Huaycán me hizo rápidamente antibarrantista. Estos defectos de Barrantes se hicieron patentes también en las campañas de 1985 y por la reelección de 1986. Barrantes dejaba plantada a la gente en los mítines, no subía al estrado si es que en él había gente que no le caía, suspendía actividades de campaña para asistir a recepciones y cocteles... en otras palabras, Barrantes era un tipo mezquino, paranoico, frívolo, que le encantaba frecuentar actividades sociales oficiales, y que privilegiaba ello a la asistencia a mitines y encuentros populares. De esto mucha gente dentro de la izquierda ha comentado, solo que pocos lo han puesto por escrito. Por eso recomiendo leer Izquierda Unida y el Partido Comunista, de Guillermo Herrera (Lima, Termil, 2002, 823 p.), donde encontrarán muchas anécdotas al respecto y un interesante análisis de los problemas de la izquierda.
Por ejemplo, Herrera cita a Angel Delgado:
"... Yo estaba en la comisión de campaña [1986] y recuerdo cuando Barrantes no iba a los mítines, especialmente a las zonas populares, y tenía que ir yo a veces con Pease. La gente, incluso, al no ver a Barrantes nos silbaba. Había una desazón profunda y no era una sino varias veces; el momento más crítico fue en el mitin de cierre de campaña, al que amenazó con no ir. Nosotros habíamos programado un rol de oradores pero Alfonso exigió hablar solo, y en su discurso arrancó diciendo que él no le debía nada a nadie y que sólo sentía un compromiso con su pueblo. Más tarde responsabilizaría de la derrota a los partidos, acusándolos de haberlo dejado solo, de haberlo abandonado...
[el desapego de Alfonso con la campaña, que dejaba de ir a reuniones, mítines, y no se preparaba para las polémicas] el caso extremo ocurrió cuando vino la cantante Paloma San Basilio y Barrantes se la pasó días de días atendiéndola, dejando de lado los compromisos electorales" (p. 324-325).
"Me acuerdo una anécdota famosa que me contaba [Mario] Zolezzi, también regidor de Lima): una vez por falta de cupo en un vuelo o algo así, tuvieron que quedarse en Arequipa, y se suscita el siguiente diálogo:
- Entonces, ¿qué hacemos, Dr. Zolezzi? Dice Barrantes.
- Iremos al hotel, le responde Zolezzi.
- No, le dice Alfonso, voy a llamar a Alan.
Según la versión que recibí, Barrantes cogió un teléfono y llamó a palacio, pidiéndole a Alan García que le envíe un avión; cuenta Zolezzi que el presidente García les ofreció enviar el avión presidencial y que Barrantes le comentaba entre risueño e irónico: ése es el poder" (p. 326).
La paranoia de Barrantes respecto a compañeros que le serruchaban el piso era hábilmente alentada por Alan García. Al respecto ver por ejemplo de Jeff Daeschner, The War of the End of Democracy: Mario Vargas Llosa vs. Alberto Fujimori. Lima, Peru Reporting, 1993; y de Gregory Schmidt, “Fujimori's 1990 Upset Victory in Peru: Electoral Rules, Contingencies, and Adaptive Strategies” en: Comparative Politics, vol. 28, No. 3, Apr., 1996, p. 321-354.
Los problemas que generaba el tipo de conducción de Barrantes se expresaron después en la silbatina que recibió de la militancia en un mitin en la plaza San Martín en 1986, y su posterior renuncia a la presidencia de IU. Para la izquierda era necesario construir una dirección más institucional, menos caudillista. Para eso se convocó al I Congreso Nacional, que como sabemos fue un fracaso, porque marcó el inicio de la ruptura y la liquidación de la izquierda (entre paréntesis, en lo personal pasé de mi antibarrantismo a un distanciamiento de IU, para luego entusiasmarme con las posibilidades que abría el I Congreso, lo que me llevó a militar en IU como independiente, y apoyar a la Comisión organizadora del Congreso, presidida por Pease; trabajé en la Comisión de Formación Política con Narda Henríquez, pero esa es otra historia que debe ser contada en otro lugar, como diría Michael Ende. En todo caso, entré a militar muy tarde, porque la IU se destrozó poco después).
En la debacle de la izquierda Barrantes tuvo mucha responsabilidad, a mi juicio (no solamente él, ciertamente): apostó por cimentar su liderazgo por fuera de IU, en vez de luchar por ganarlo dentro. Por eso no participó en el Congreso, jugó a dividir a la izquierda, lo que logró al final, pero con consecuencias catastróficas: tan malas, que Pease, como candidato de IU, sacó más votos que él, el supuesto imán de votos, como candidato de Izquierda Socialista en 1990. Barrantes terminó su vida política en 1995 reviviendo como comedia la tragedia de 1990, con el sainete de su candidatura presidencial esta vez con IU, que terminó en su renuncia, al no llegarse a acuerdos para definir candidatos (qué novedad), candidatura que terminó asumiendo Agustín Haya (sí, el actual Jefe de la APCI, actual militante aprista), por la cual sacó el 0.6% de los votos.
¿Por qué hablo de esto? ¿No sería mejor callarse? Planteo estos temas porque cada vez me convenzo más de la importancia de las personas para dar cuenta de la política, y de qué manera las características de las personas afectan el desempeño público, por lo que no deberíamos pasar estas cosas por alto. Ahora bien, con esto no pretendo asumir una posición moralista, contraria al espíritu maquiaválico que anima este blog. Maquiavelo decía que:
“Dejando, pues, a un lado las fantasías, y preocupándonos sólo de las cosas reales, digo que todos los hombres, cuando se habla de ellos, y en particular los príncipes, por ocupar posiciones más elevadas, son juzgados por algunas de estas cualidades que les valen o censura o elogio. Uno es llamado pródigo, otro tacaño (y empleo un término toscano, porque «avaro», en nuestra lengua, es también el que tiende a enriquecerse por medio de la rapiña, mientras que llamamos «tacaño» al que se abstiene demasiado de gastar lo suyo); uno es considerado dadivoso, otra rapaz; uno cruel, otro clemente; uno traidor, otro leal; uno afeminado y pusilánime, otro decidido y animoso; uno humano, otro soberbio; uno lascivo, otro casto; uno sincero, otro astuto; uno duro, otro débil; uno grave, otro frívolo; uno religioso, otro incrédulo, y así sucesivamente.
Sé que no habría nadie que no opinase que sería cosa muy loable que, de entre todas las cualidades nombradas, un príncipe poseyese las que son consideradas buenas; pero como no es posible poseer las todas, ni observarlas siempre, porque la naturaleza humana no lo consiente, le es preciso ser tan cuerdo que sepa evitar la vergüenza de aquellas que le significarían la pérdida del Estado, y, si puede, aun de las que no se lo haría perder, pero si no puede no debe preocuparse gran cosa y mucho menos de incurrir en la infamia de vicios sin los cuales difícilmente podría salvar el Estado, porque si consideramos esto con frialdad, hallaremos que, a veces, lo que parece virtud es causa de ruina, y lo que parece vicio sólo acaba por traer el bienestar y la seguridad” (El Príncipe, Capítulo XV, De aquellas cosas por las cuales los hombres, especialmente los príncipes, son alabados o censurados).
Bernard de Mandeville habló también de cómo los vicios privados pueden convertirse en virtudes públicas.
De otro lado, siguiendo con este lado indulgente, exploro un argumento barrantista: ¿no será que lo que considero frivolidad en realidad es parte de esa estrategia de ampliar la convocatoria de la izquierda a sectores no convencionales? Lo que parece paranoia y mezquindad, ¿no son efectivos mecanismos de defensa frente a los reales conflictos internos de la izquierda, y las reales serruchadas de piso en contra de Barrantes? Las dudas e indecisiones de Barrantes, ¿no eran consecuencia de la conciencia de la precariedad de la izquierda, y de que prefería perder antes que encabezar un gobierno inviable?
Ok, puede ser. Sin embargo, las actitudes y defectos personales de Barrantes no fueron para nada positivos para el futuro de la izquierda, algo muy distinto al análisis que uno podría hacer de Alan García y el APRA, por ejemplo. Su paranoia y mezquindad no llevaron a fortalecer un ala socialdemocráta en la izquierda, sino a la liquidación de ésta en su conjunto; y su frivolidad llevó al final no a ampliar la convocatoria, sino a perder la propia sin ganar alguna otra. Finalmente, creo que a Barrantes le faltó el coraje necesario para asumir de manera decidida y consecuente un viraje socialdemócrata: Barrantes debió haber dedicado sus esfuerzos a construir un partido de ese carácter, deslindando claramente con los sectores más ultras de la izquierda, en vez de jugar ambiguamente a la unidad y socavarla al mismo tiempo. Así, el Perú habría marchado a finales de la década de los ochenta el camino que seguirían también después los socialistas chilenos, brasileños, uruguayos, etc. Y el Perú no destacaría por ser un país donde la izquierda no existe, en un continente en el que la izquierda está en alza. En suma, el caso de Barrantes es uno en el que los defectos personales se convirtieron en defectos políticos. Una lección para quienes hoy hacen esfuerzos de construcción partidaria. Me parece que es el caso de un líder que, ante circunstancias que requerían grandes respuestas, simplemente no dio la talla. Funcionó mejor en circunstancias menos apremiantes, pero no en las de finales de la década de los años ochenta.
Son temas polémicos, ciertamente. Pero me parece necesario plantear estos debates.
domingo, 23 de diciembre de 2007
martes, 18 de diciembre de 2007
Guillermo Rochabrún, marxista crítico
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Guillermo Rochabrún, marxista crítico
Martín Tanaka
Instituto de Estudios Peruanos
Diciembre de 2007
Ha sido publicada recientemente una antología de textos de Guillermo Rochabrún, que reune trabajos dispersos y de difícil acceso, así como algunos inéditos, que permite apreciar en toda su magnitud el aporte de varias décadas de trabajo académico (Batallas por la teoría. En torno a Marx y el Perú. Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 2007, 559p.). Este libro es, entre otras cosas, un merecido homenaje y reconocimiento al gran maestro de generación tras generación de estudiantes de sociología de la Pontificia Universidad Católica, quien a través de los cursos de teoría nos formó como sociólogos, y a un autor importante, cuya valiosa producción lamentablemente no ha tenido la resonancia que merece.
Todos los que tuvimos el privilegio de tenerlo como profesor podemos decir que Rochabrún no solamente hace lo que debe hacer un profesor de teoría, que es reseñar autores y corrientes, y mostrar su utilidad, pertinencia y aplicación práctica. Lo que hace único a Rochabrún es que nos enseñó a pensar, a razonar, con rigor, disciplina, precisión, con un sentido profundamente crítico. Esto lo ha convertido en un auténtico maestro, por lo que tantas generaciones de estudiantes le guardamos gratitud y cariño. Evidentemente, Rochabrún está exonerado de toda responsabilidad por lo que hayamos hecho sus alumnos después...
Pero no me referiré aquí a su trabajo docente, sino a su producción académica, reunida en este libro. Dije que se trata de una producción valiosa sin la recepción, influencia, que mereció: ¿por qué? Creo que porque Rochabrún ha sido un intelectual insular y un marxista crítico. La clave de su relativo aislamiento acaso explique también su lucidez.
Respecto a su carácter insular; el autor menciona en la fascinante introducción del libro, en la que reseña su biografía intelectual (“Un marxista académico ante el espejo”), que ha sido básicamente un profesor universitario, que no ha pasado por partidos políticos, no ha trabajado en ONGs, no ha sido activista en colectivos sociales o parte de grupos intelectuales (salvo su paso por la Revista Sociedad y Política, en la que Rochabrún era un “junior” al lado de figuras como las de Aníbal Quijano o Julio Cotler), es decir, no ha tenido un grupo que haya hecho suyas sus ideas, que las defienda y promocione, a pesar de la importancia de sus aportes, como veremos a continuación. Otro asunto que explica la difusión de sus ideas es que lo fundamental de sus aportes se ubica en una perspectiva marxista crítica, lo que, en un país poco acostumbrado al debate, en medio de una comunidad académica que en cierto modo renegó del marxismo, reforzó también esta insularidad. Volveré sobre este asunto más adelante.
Llama la atención, al releer los textos de Rochabrún, constatar su lucidez, anticipación de temáticas de desarrollo posterior, y contrastar esto con su escasa difusión. Veamos algunos de sus textos de teoría marxista, la base del pensamiento del autor. Está su crítica a los fundamentos de la economía neoclásica, “La zanahoria y el asno: para un análisis crítico de la noción de escasez”, de 1977, pero publicado recién en 1999, en donde se adelanta el análisis de lo que hoy llamaríamos la existencia de bienes públicos y privados, la presencia de externalidades, y la internalización de externalidades a través de precios para compensar las externalidades negativas, ideas centrales de la teoría de la elección pública, pero que en su momento no generaron mayor debate.
Uno lee hoy trabajos como el clásico “Base y superestructura en el ‘Prefacio’ y en El Capital”, de 1977, y se pregunta por qué Rochabrún no estuvo terciando en debates centrales de la teoría marxista como los que enfrentaron a Louis Althusser, Edward Thompson, Perry Anderson y otros. Recuerden que Miseria de la teoría de Thompson es de 1978, y Teoría, política e historia. Un debate con E.P. Thompson, de Perry Anderson, es de 1980. Lo que estos autores están debatiendo son temas centrales referidos precisamente a la relación entre base y superestructura, debate fundamental en la historia del marxismo y del pensamiento social en general, que se puede frasear como el debate entre agencia y estructura, para ponerlo en los términos de Giddens, quien también parte de la obra de Marx para abordar esta discusión (en su libro La constitución de la sociedad, de 1984).
El aporte de Rochabrún es resolver este debate apelando a la idea de que se trata de una oposición falsa, cuya naturaleza es revelada mediante el análisis de El Capital. Según el autor, en El Capital las cosas están planteadas de modo que los elementos “superestructurales” son parte intrínseca del orden económico-social. En el análisis del capitalismo Marx muestra cómo en su dinámica, que da lugar a las clases sociales, se entrecruzan elementos económicos, sociales e institucionales. Sobre esta base, no se erige la superestructura jurídico-política, sino discurre la historia, los conflictos entre las clases sociales, en un escenario abierto y contingente (el mundo de lo político), donde cada realidad requiere un análisis particular. De esto se deriva que el estudio de las clases y de la política concreta no debe consistir en “aplicar” las categorías marxistas, sino partir del estudio del funcionamiento del capitalismo en la realidad concreta, y cómo allí surgen las clases y se desarrolla la política con contornos particulares. Un intento de hacer esta aproximación al estudio del caso peruano es otro texto clásico, “Apuntes para la comprensión del capitalismo en el Perú”, de 1977, que da pistas fundamentales para no deducir la realidad desde la teoría, típico vicio estructuralista, sino analizar cómo las determinaciones del capitalismo adquieren perfiles propios al operar en el medio peruano. Rochabrún habla así de un capitalismo “subdeterminado”.
A propósito, desde este punto de vista podría pensarse un tema de debate actual, la capacidad del desarrollo capitalista para articular al conjunto de la población del país, especialmente a los sectores pobres y excluidos. Para Jaime de Althaus, en La revolución capitalista en el Perú (FCE, 2007) el actual tipo de crecimiento, a diferencia del pasado, tiene mayor capacidad de generar eslabonamientos y dar lugar a un desarrollo inclusivo. Algunos críticos de Althaus cuestionan lo que consideran un optimismo excesivo, señalando que se trata de la extrapolación de un periodo todavía muy corto de crecimiento. Desde el punto de vista sugerido por Rochabrún, el problema no sería cuantitativo, sino cualitativo: en el país se amplían los circuitos mercantiles, los mercados, el uso del dinero, pero no desaparecen relaciones sociales no capitalistas, lo que termina debilitando la expansión y los procesos de acumulación. Estas ideas permiten entender porqué a pesar del crecimiento económico la pobreza persiste, así como el descontento ciudadano con el rumbo del país.
De este modo, en la década de los años setenta, mientras la izquierda y los académicos de izquierda, al inicio de la crisis asociada con el modelo nacional-popular-estatista, proclamaban el inminente colapso del capitalismo y diagnosticaban la existencia de una “situación prerevolucionaria”, Rochabrún por el contrario llamaba la atención sobre la debilidad del capitalismo para dar cuenta de la dinámica general del país. Aquí encontramos a un marxista crítico, lejano del predominante “folklore marxista” tal como lo califica el autor, en medio de los debates sobre la feudalidad, semifeudalidad, el carácter dependiente o periférico de nuestro capitalismo, entre otros.
El tipo de aproximación de Rochabrún habría permitido encarar de manera provechosa el debate sobre la relación entre la teoría marxista, las clases sociales y la realidad latinoamericana, debate que no llegó a darse de manera cabal en nuestro país. Esta manera de pensar las cosas estuvo relativamente ausente, soterrada en el contexto del peso abrumador de la influencia del estructuralismo. Estos temas se debatían en la región sin participación peruana. Ver por ejemplo lo que considero una verdadera joya bibliográfica, de Raúl Benítez, coord.: Las clases sociales en América Latina. Problemas de conceptualización. México, Siglo XXI, eds., 1973; donde debaten sobre el tema, entre otros, Alain Touraine, Nicos Poulantzas, Hernando Henrique Cardoso, Manuel Castells, Florestan Fernandes, Rodolfo Stavenhagen, Francisco Weffort, Gino Germani, Edelberto Torres Rivas, reunidos en un seminario en Mérida de 1971 (ningún peruano allí: aunque en la introducción se menciona la lamentable ausencia de Aníbal Quijano, que por alguna razón no llegó). Aquí uno encuentra, sobre todo en las intervenciones de Cardoso, el llamado a historizar la temática de las clases en el contexto latinoamericano, a analizar las características específicas del desarrollo del capitalismo en la región; esta fue una línea de reflexión presente en otros países latinoamericanos, pero casi ausente en el Perú, más allá de los trabajos de Rochabrún .
1977. El Perú, junto a toda la región, iniciaba procesos de transición a la democracia. El sentido común marxista pensaba la democracia como una mera fachada legal que encubría la dominación de clase. ¿Cómo pasar al escenario democrático desde estas premisas? En el cono sur el aprendizaje del valor de la democracia se realizó por el trauma de la represión de las dictaduras, como señalaron Norbert Lechner y muchos otros autores . En el caso peruano la cosa fue más difícil, dado el carácter reformista del gobierno militar de Velasco. Es más, el velasquismo de algún modo implementó y agotó el arsenal de reformas de la izquierda peruana (“Izquierda, democracia y crisis en el Perú”, de 1988). Sin embargo, hay otro texto de Rochabrún que permite salir del atolladero, “Economía y política en el análisis del capitalismo y de la sociedad en América Latina”, de 1981. En ese texto la democracia aparece no como el resultado necesario de la forma de producción capitalista, sino como resultado contingente de la lucha de clases. En esto Rochabrún se pone a la par de trabajos como los de Adam Przeworski, quien defendería tesis similares en libros posteriores, como Capitalismo y socialdemocracia, de 1985, o Paper Stones. A History of Electoral Socialism, de 1986, entre muchos otros.
Sin embargo, en nuestro país se produjo un cambio de paradigma sin ajuste de cuentas; las izquierdas pasaron en lo político del paradigma de la revolución al de la democracia, sin mayor explicación. El problema es que en lo académico también se dio una mudanza equivalente, de la preocupación por las clases sociales a la de los movimientos sociales, actores visibles en el contextos de las luchas contra las dictaduras y los procesos de democratización; y de la reflexión sobre el carácter de la sociedad, a la preocupación sobre la democracia como régimen. Esto es resultado de las estrechas relaciones (al punto de indistinción) en esos años entre activismo político y reflexión académica. Rochabrún se mantuvo como teórico marxista, con lo que quedó relativamente aislado en medio del viraje de las ciencias sociales. Pero al ser un académico marxista crítico, también quedó aislado de las ortodoxias marxistas que continuaron el década de los años ochenta.
Así, Rochabrún, desde las ideas centrales e intuiciones de Marx, quedó como un crítico de las modas intelectuales, de los paradigmas y sentidos comunes existentes en nuestras ciencias sociales. Ahora bien, cabe destacar que lo que ocurrió con las ciencias sociales le ocurrió también a Rochabrún, solo que más gradualmente. Rochabrún relata en la introducción cómo con los años se fue alejando él también del marxismo, hasta el punto de pensar que “el pensamiento de Marx tiene mucho que decir en algunos casos, poco o nada en otros, y no puede pretender dirigir el conjunto” (p. 59). Si algún reproche cabe hacer a Rochabrún es que él era probablemente la persona más preparada para llevar adelante un ajuste de cuentas con Marx y con las corrientes del marxismo, y de proponer maneras de pensar el Perú y el mundo contemporáneo. Lo hizo muy parcialmente.
Me viene a la mente el caso de Jon Elster, en Una introducción a Karl Marx, de 1991. Allí Elster se pregunta qué está vivo y qué está muerto en Marx, y responde: está muerto el socialismo científico, el materialismo dialéctico, la teleología y el funcionalismo, la teoría económica, y la teoría de las fuerzas productivas y las relaciones de producción. ¿Qué vive? El método dialéctico, al menos una versión de él; la teoría de la alienación; la teoría de la explotación y la concepción de Marx de la justicia distributiva; la teoría del cambio técnico; la teoría de la conciencia de clase, la lucha de clases y la política, aunque con límites; y la teoría de la ideología, que está agonizante, pero debe ser resucitada. En nuestro medio no encontramos ningún esfuerzo equivalente.
El camino que siguió Rochabrún fue asumir el papel de crítico, desde lo que podríamos llamar los fundamentos de un método marxista. Recuerdo alguna reunión no hace muchos años en la Universidad Católica, entre profesores de la facultad de ciencias sociales y algunos profesores extranjeros visitantes. Quedamos en hacer una breve rueda de presentación de cada uno; por ejemplo yo dije mi nombre y añadí que me interesaban los partidos, la democracia, los movimientos sociales. Otros dijeron otras cosas, según su especialidad. Cuando le tocó el turno a Rochabrún, dijo: “yo critico lo que hacen ellos”. Antonio Cisneros, en Canto ceremonial contra un oso hormiguero, llamó a Marx “viejo aguafiestas”. Podría decirse que Rochabrún con sus posiciones críticas ha ocupado la misma posición, de permanente y lúcido aguafiestas (no estoy llamando viejo al maestro, por si acaso). Esto explica también su insularidad. Tarea necesaria, imprescindible, pero ingrata.
Uno de los ángulos principales desde el cual Rochabrún ejerció la crítica parte de su carácter de marxista crítico. Al pasarse de la década de los setenta a los ochenta, la izquierda pasó como vimos del paradigma de la revolución al de la democracia, y también los científicos sociales y las ONGs asociados a ésta. Las circunstancias corrieron mucho más rápido que la capacidad de procesar los cambios. Rochabrún resalta que el paso se dió sin hacer un balance, un ajuste de cuentas; por ello, se arrastraron a la etapa “democrática”, sin advertirlo, algunos de los vicios de la etapa marxista. En la década de los años setenta el autor criticó una visión esencialista del proletariado, visto como una suerte de motor de cambio “llamado por la historia”; en la de los ochenta, el lugar que ocupó la clase obrera empezó a ser ocupado por los nuevos movimientos sociales (ver “Del mito proletario al mito popular”, de 1992). De allí que Rochabrún abogue por una saludable y necesaria autonomía de la academia frente a la política.
El autor fue así un crítico del entusiasmo frente a los movimientos sociales (ver por ejemplo “Izquierda, democracia y crisis en el Perú”, de 1988). Llega el momento de hacer evaluaciones: Rochabrún tuvo razón. Los nuevos movimientos sociales mostraron rápidamente sus límites como expresión de un nuevo orden social, o en términos de su potencial “democratizador” . Ahora bien, yo sostengo que la crítica de Rochabrún puede perfectamente extenderse hasta el presente: el voluntarismo en el análisis de la clase obrera y de los movimientos sociales se expresa hoy en la apuesta por la sociedad civil y de la participación ciudadana como remedios a los límites de la democracia representativa. Llama la atención cómo en la izquierda política, algunos intelectuales y ONGs, persisten estilos de razonamiento y de trabajo, a pesar de la magnitud de los cambios ocurridos en las últimas décadas.
Rochabrún fue también contra la corriente al cuestionar la centralidad de Sendero Luminoso como fenómeno para pensar el conjunto de la sociedad peruana; en algún texto sostuvo que probablemente el país no cambiaría mucho si es que Sendero Luminoso no existiera. De otro lado, el autor llamó la atención sobre la extrañeza que despertaba en las ciencias sociales, a pesar de que Sendero compartía con la izquierda un tronco común, y lo que hacía era llevar a la práctica postulados que muchos otros grupos tenían (“Sendero Luminoso y las profundidades del Perú”, texto inédito de 1989).
También estuvo a contracorriente cuando planteó que las tradiciones racistas, estamentales y excluyentes como forma de organización social no resultaban más válidas en el país, a pesar de que subsistieran en el plano de los imaginarios y de algunas prácticas (ver “Los tiempos y las crisis”, de 1986), planteamiento que retoma el cuestionamiento a la idea de la existencia de una “herencia colonial”, que expuso en su reseña crítica al libro Clases, Estado y nación en el Perú ((La visión del Perú de Julio Cotler. Un balance crítico, de 1978).
Más adelante, en la década de los años noventa, Rochabrún cuestionó la tesis de la existencia de una cultura autoritaria en las clases populares para explicar su apoyo al fujimorismo, y buscó entenderlo apelando a los intereses, la racionalidad y el pragmatismo de los sectores populares (“Descifrando el enigma de Alberto Fujimori”, de 1996). Aquí nuevamente encontramos la idea de que el diagnóstico errado de la existencia de una cultura autoritaria es un espejo de la idea, errada también, de que habría habido una cultura democrática en la década de los años ochenta (ver “¿Crisis de paradigmas o falta de rigor?”, de 1994). También cuestionó la apuesta por la “informalidad”, como clave para el desarrollo capitalista y la renovación social (“De madres de familia a capitalistas: las trampas de la informalidad”, de 1994); también la tesis de la existencia de un problema de representación política (que centra la responsabilidad en la oferta política), y llamó la atención sobre los problemas de representabilidad de los representados, en un contexto de fragmentación y desarticulación social (“El problema está en los representados”, de 2003); así como la idea de la existencia de una grave polarización social en la coyuntura del año 2000 (“¿Polarizaciones...? ¡Las de mi tiempo! Electorado y ciudadanía en los 90 y en el 2000”, de 2000); todo esto en textos de formato breve, pero no por ello menos sustanciosos.
En suma, el libro de Rochabrún condensa la trayectoria de un intelectual cuya lucidez provino de su independencia, de su insularidad, de un trabajo académico riguroso, que no temió ir contra la corriente, y asumir el papel de crítico y de aguafiestas; que tuvo en el marxismo el punto de partida de su reflexión: alejado del “folklore marxista”, y fiel a la idea de ver la realidad como “síntesis de múltiples determinaciones”, y “unidad de lo diverso”, como lo señalara en uno de sus primeros textos, “¿Hay una metodología marxista?”, de 1974). Por todo ello, este libro es un merecido homenaje y una muestra de gratitud para el maestro.
Guillermo Rochabrún, marxista crítico
Martín Tanaka
Instituto de Estudios Peruanos
Diciembre de 2007
Ha sido publicada recientemente una antología de textos de Guillermo Rochabrún, que reune trabajos dispersos y de difícil acceso, así como algunos inéditos, que permite apreciar en toda su magnitud el aporte de varias décadas de trabajo académico (Batallas por la teoría. En torno a Marx y el Perú. Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 2007, 559p.). Este libro es, entre otras cosas, un merecido homenaje y reconocimiento al gran maestro de generación tras generación de estudiantes de sociología de la Pontificia Universidad Católica, quien a través de los cursos de teoría nos formó como sociólogos, y a un autor importante, cuya valiosa producción lamentablemente no ha tenido la resonancia que merece.
Todos los que tuvimos el privilegio de tenerlo como profesor podemos decir que Rochabrún no solamente hace lo que debe hacer un profesor de teoría, que es reseñar autores y corrientes, y mostrar su utilidad, pertinencia y aplicación práctica. Lo que hace único a Rochabrún es que nos enseñó a pensar, a razonar, con rigor, disciplina, precisión, con un sentido profundamente crítico. Esto lo ha convertido en un auténtico maestro, por lo que tantas generaciones de estudiantes le guardamos gratitud y cariño. Evidentemente, Rochabrún está exonerado de toda responsabilidad por lo que hayamos hecho sus alumnos después...
Pero no me referiré aquí a su trabajo docente, sino a su producción académica, reunida en este libro. Dije que se trata de una producción valiosa sin la recepción, influencia, que mereció: ¿por qué? Creo que porque Rochabrún ha sido un intelectual insular y un marxista crítico. La clave de su relativo aislamiento acaso explique también su lucidez.
Respecto a su carácter insular; el autor menciona en la fascinante introducción del libro, en la que reseña su biografía intelectual (“Un marxista académico ante el espejo”), que ha sido básicamente un profesor universitario, que no ha pasado por partidos políticos, no ha trabajado en ONGs, no ha sido activista en colectivos sociales o parte de grupos intelectuales (salvo su paso por la Revista Sociedad y Política, en la que Rochabrún era un “junior” al lado de figuras como las de Aníbal Quijano o Julio Cotler), es decir, no ha tenido un grupo que haya hecho suyas sus ideas, que las defienda y promocione, a pesar de la importancia de sus aportes, como veremos a continuación. Otro asunto que explica la difusión de sus ideas es que lo fundamental de sus aportes se ubica en una perspectiva marxista crítica, lo que, en un país poco acostumbrado al debate, en medio de una comunidad académica que en cierto modo renegó del marxismo, reforzó también esta insularidad. Volveré sobre este asunto más adelante.
Llama la atención, al releer los textos de Rochabrún, constatar su lucidez, anticipación de temáticas de desarrollo posterior, y contrastar esto con su escasa difusión. Veamos algunos de sus textos de teoría marxista, la base del pensamiento del autor. Está su crítica a los fundamentos de la economía neoclásica, “La zanahoria y el asno: para un análisis crítico de la noción de escasez”, de 1977, pero publicado recién en 1999, en donde se adelanta el análisis de lo que hoy llamaríamos la existencia de bienes públicos y privados, la presencia de externalidades, y la internalización de externalidades a través de precios para compensar las externalidades negativas, ideas centrales de la teoría de la elección pública, pero que en su momento no generaron mayor debate.
Uno lee hoy trabajos como el clásico “Base y superestructura en el ‘Prefacio’ y en El Capital”, de 1977, y se pregunta por qué Rochabrún no estuvo terciando en debates centrales de la teoría marxista como los que enfrentaron a Louis Althusser, Edward Thompson, Perry Anderson y otros. Recuerden que Miseria de la teoría de Thompson es de 1978, y Teoría, política e historia. Un debate con E.P. Thompson, de Perry Anderson, es de 1980. Lo que estos autores están debatiendo son temas centrales referidos precisamente a la relación entre base y superestructura, debate fundamental en la historia del marxismo y del pensamiento social en general, que se puede frasear como el debate entre agencia y estructura, para ponerlo en los términos de Giddens, quien también parte de la obra de Marx para abordar esta discusión (en su libro La constitución de la sociedad, de 1984).
El aporte de Rochabrún es resolver este debate apelando a la idea de que se trata de una oposición falsa, cuya naturaleza es revelada mediante el análisis de El Capital. Según el autor, en El Capital las cosas están planteadas de modo que los elementos “superestructurales” son parte intrínseca del orden económico-social. En el análisis del capitalismo Marx muestra cómo en su dinámica, que da lugar a las clases sociales, se entrecruzan elementos económicos, sociales e institucionales. Sobre esta base, no se erige la superestructura jurídico-política, sino discurre la historia, los conflictos entre las clases sociales, en un escenario abierto y contingente (el mundo de lo político), donde cada realidad requiere un análisis particular. De esto se deriva que el estudio de las clases y de la política concreta no debe consistir en “aplicar” las categorías marxistas, sino partir del estudio del funcionamiento del capitalismo en la realidad concreta, y cómo allí surgen las clases y se desarrolla la política con contornos particulares. Un intento de hacer esta aproximación al estudio del caso peruano es otro texto clásico, “Apuntes para la comprensión del capitalismo en el Perú”, de 1977, que da pistas fundamentales para no deducir la realidad desde la teoría, típico vicio estructuralista, sino analizar cómo las determinaciones del capitalismo adquieren perfiles propios al operar en el medio peruano. Rochabrún habla así de un capitalismo “subdeterminado”.
A propósito, desde este punto de vista podría pensarse un tema de debate actual, la capacidad del desarrollo capitalista para articular al conjunto de la población del país, especialmente a los sectores pobres y excluidos. Para Jaime de Althaus, en La revolución capitalista en el Perú (FCE, 2007) el actual tipo de crecimiento, a diferencia del pasado, tiene mayor capacidad de generar eslabonamientos y dar lugar a un desarrollo inclusivo. Algunos críticos de Althaus cuestionan lo que consideran un optimismo excesivo, señalando que se trata de la extrapolación de un periodo todavía muy corto de crecimiento. Desde el punto de vista sugerido por Rochabrún, el problema no sería cuantitativo, sino cualitativo: en el país se amplían los circuitos mercantiles, los mercados, el uso del dinero, pero no desaparecen relaciones sociales no capitalistas, lo que termina debilitando la expansión y los procesos de acumulación. Estas ideas permiten entender porqué a pesar del crecimiento económico la pobreza persiste, así como el descontento ciudadano con el rumbo del país.
De este modo, en la década de los años setenta, mientras la izquierda y los académicos de izquierda, al inicio de la crisis asociada con el modelo nacional-popular-estatista, proclamaban el inminente colapso del capitalismo y diagnosticaban la existencia de una “situación prerevolucionaria”, Rochabrún por el contrario llamaba la atención sobre la debilidad del capitalismo para dar cuenta de la dinámica general del país. Aquí encontramos a un marxista crítico, lejano del predominante “folklore marxista” tal como lo califica el autor, en medio de los debates sobre la feudalidad, semifeudalidad, el carácter dependiente o periférico de nuestro capitalismo, entre otros.
El tipo de aproximación de Rochabrún habría permitido encarar de manera provechosa el debate sobre la relación entre la teoría marxista, las clases sociales y la realidad latinoamericana, debate que no llegó a darse de manera cabal en nuestro país. Esta manera de pensar las cosas estuvo relativamente ausente, soterrada en el contexto del peso abrumador de la influencia del estructuralismo. Estos temas se debatían en la región sin participación peruana. Ver por ejemplo lo que considero una verdadera joya bibliográfica, de Raúl Benítez, coord.: Las clases sociales en América Latina. Problemas de conceptualización. México, Siglo XXI, eds., 1973; donde debaten sobre el tema, entre otros, Alain Touraine, Nicos Poulantzas, Hernando Henrique Cardoso, Manuel Castells, Florestan Fernandes, Rodolfo Stavenhagen, Francisco Weffort, Gino Germani, Edelberto Torres Rivas, reunidos en un seminario en Mérida de 1971 (ningún peruano allí: aunque en la introducción se menciona la lamentable ausencia de Aníbal Quijano, que por alguna razón no llegó). Aquí uno encuentra, sobre todo en las intervenciones de Cardoso, el llamado a historizar la temática de las clases en el contexto latinoamericano, a analizar las características específicas del desarrollo del capitalismo en la región; esta fue una línea de reflexión presente en otros países latinoamericanos, pero casi ausente en el Perú, más allá de los trabajos de Rochabrún .
1977. El Perú, junto a toda la región, iniciaba procesos de transición a la democracia. El sentido común marxista pensaba la democracia como una mera fachada legal que encubría la dominación de clase. ¿Cómo pasar al escenario democrático desde estas premisas? En el cono sur el aprendizaje del valor de la democracia se realizó por el trauma de la represión de las dictaduras, como señalaron Norbert Lechner y muchos otros autores . En el caso peruano la cosa fue más difícil, dado el carácter reformista del gobierno militar de Velasco. Es más, el velasquismo de algún modo implementó y agotó el arsenal de reformas de la izquierda peruana (“Izquierda, democracia y crisis en el Perú”, de 1988). Sin embargo, hay otro texto de Rochabrún que permite salir del atolladero, “Economía y política en el análisis del capitalismo y de la sociedad en América Latina”, de 1981. En ese texto la democracia aparece no como el resultado necesario de la forma de producción capitalista, sino como resultado contingente de la lucha de clases. En esto Rochabrún se pone a la par de trabajos como los de Adam Przeworski, quien defendería tesis similares en libros posteriores, como Capitalismo y socialdemocracia, de 1985, o Paper Stones. A History of Electoral Socialism, de 1986, entre muchos otros.
Sin embargo, en nuestro país se produjo un cambio de paradigma sin ajuste de cuentas; las izquierdas pasaron en lo político del paradigma de la revolución al de la democracia, sin mayor explicación. El problema es que en lo académico también se dio una mudanza equivalente, de la preocupación por las clases sociales a la de los movimientos sociales, actores visibles en el contextos de las luchas contra las dictaduras y los procesos de democratización; y de la reflexión sobre el carácter de la sociedad, a la preocupación sobre la democracia como régimen. Esto es resultado de las estrechas relaciones (al punto de indistinción) en esos años entre activismo político y reflexión académica. Rochabrún se mantuvo como teórico marxista, con lo que quedó relativamente aislado en medio del viraje de las ciencias sociales. Pero al ser un académico marxista crítico, también quedó aislado de las ortodoxias marxistas que continuaron el década de los años ochenta.
Así, Rochabrún, desde las ideas centrales e intuiciones de Marx, quedó como un crítico de las modas intelectuales, de los paradigmas y sentidos comunes existentes en nuestras ciencias sociales. Ahora bien, cabe destacar que lo que ocurrió con las ciencias sociales le ocurrió también a Rochabrún, solo que más gradualmente. Rochabrún relata en la introducción cómo con los años se fue alejando él también del marxismo, hasta el punto de pensar que “el pensamiento de Marx tiene mucho que decir en algunos casos, poco o nada en otros, y no puede pretender dirigir el conjunto” (p. 59). Si algún reproche cabe hacer a Rochabrún es que él era probablemente la persona más preparada para llevar adelante un ajuste de cuentas con Marx y con las corrientes del marxismo, y de proponer maneras de pensar el Perú y el mundo contemporáneo. Lo hizo muy parcialmente.
Me viene a la mente el caso de Jon Elster, en Una introducción a Karl Marx, de 1991. Allí Elster se pregunta qué está vivo y qué está muerto en Marx, y responde: está muerto el socialismo científico, el materialismo dialéctico, la teleología y el funcionalismo, la teoría económica, y la teoría de las fuerzas productivas y las relaciones de producción. ¿Qué vive? El método dialéctico, al menos una versión de él; la teoría de la alienación; la teoría de la explotación y la concepción de Marx de la justicia distributiva; la teoría del cambio técnico; la teoría de la conciencia de clase, la lucha de clases y la política, aunque con límites; y la teoría de la ideología, que está agonizante, pero debe ser resucitada. En nuestro medio no encontramos ningún esfuerzo equivalente.
El camino que siguió Rochabrún fue asumir el papel de crítico, desde lo que podríamos llamar los fundamentos de un método marxista. Recuerdo alguna reunión no hace muchos años en la Universidad Católica, entre profesores de la facultad de ciencias sociales y algunos profesores extranjeros visitantes. Quedamos en hacer una breve rueda de presentación de cada uno; por ejemplo yo dije mi nombre y añadí que me interesaban los partidos, la democracia, los movimientos sociales. Otros dijeron otras cosas, según su especialidad. Cuando le tocó el turno a Rochabrún, dijo: “yo critico lo que hacen ellos”. Antonio Cisneros, en Canto ceremonial contra un oso hormiguero, llamó a Marx “viejo aguafiestas”. Podría decirse que Rochabrún con sus posiciones críticas ha ocupado la misma posición, de permanente y lúcido aguafiestas (no estoy llamando viejo al maestro, por si acaso). Esto explica también su insularidad. Tarea necesaria, imprescindible, pero ingrata.
Uno de los ángulos principales desde el cual Rochabrún ejerció la crítica parte de su carácter de marxista crítico. Al pasarse de la década de los setenta a los ochenta, la izquierda pasó como vimos del paradigma de la revolución al de la democracia, y también los científicos sociales y las ONGs asociados a ésta. Las circunstancias corrieron mucho más rápido que la capacidad de procesar los cambios. Rochabrún resalta que el paso se dió sin hacer un balance, un ajuste de cuentas; por ello, se arrastraron a la etapa “democrática”, sin advertirlo, algunos de los vicios de la etapa marxista. En la década de los años setenta el autor criticó una visión esencialista del proletariado, visto como una suerte de motor de cambio “llamado por la historia”; en la de los ochenta, el lugar que ocupó la clase obrera empezó a ser ocupado por los nuevos movimientos sociales (ver “Del mito proletario al mito popular”, de 1992). De allí que Rochabrún abogue por una saludable y necesaria autonomía de la academia frente a la política.
El autor fue así un crítico del entusiasmo frente a los movimientos sociales (ver por ejemplo “Izquierda, democracia y crisis en el Perú”, de 1988). Llega el momento de hacer evaluaciones: Rochabrún tuvo razón. Los nuevos movimientos sociales mostraron rápidamente sus límites como expresión de un nuevo orden social, o en términos de su potencial “democratizador” . Ahora bien, yo sostengo que la crítica de Rochabrún puede perfectamente extenderse hasta el presente: el voluntarismo en el análisis de la clase obrera y de los movimientos sociales se expresa hoy en la apuesta por la sociedad civil y de la participación ciudadana como remedios a los límites de la democracia representativa. Llama la atención cómo en la izquierda política, algunos intelectuales y ONGs, persisten estilos de razonamiento y de trabajo, a pesar de la magnitud de los cambios ocurridos en las últimas décadas.
Rochabrún fue también contra la corriente al cuestionar la centralidad de Sendero Luminoso como fenómeno para pensar el conjunto de la sociedad peruana; en algún texto sostuvo que probablemente el país no cambiaría mucho si es que Sendero Luminoso no existiera. De otro lado, el autor llamó la atención sobre la extrañeza que despertaba en las ciencias sociales, a pesar de que Sendero compartía con la izquierda un tronco común, y lo que hacía era llevar a la práctica postulados que muchos otros grupos tenían (“Sendero Luminoso y las profundidades del Perú”, texto inédito de 1989).
También estuvo a contracorriente cuando planteó que las tradiciones racistas, estamentales y excluyentes como forma de organización social no resultaban más válidas en el país, a pesar de que subsistieran en el plano de los imaginarios y de algunas prácticas (ver “Los tiempos y las crisis”, de 1986), planteamiento que retoma el cuestionamiento a la idea de la existencia de una “herencia colonial”, que expuso en su reseña crítica al libro Clases, Estado y nación en el Perú ((La visión del Perú de Julio Cotler. Un balance crítico, de 1978).
Más adelante, en la década de los años noventa, Rochabrún cuestionó la tesis de la existencia de una cultura autoritaria en las clases populares para explicar su apoyo al fujimorismo, y buscó entenderlo apelando a los intereses, la racionalidad y el pragmatismo de los sectores populares (“Descifrando el enigma de Alberto Fujimori”, de 1996). Aquí nuevamente encontramos la idea de que el diagnóstico errado de la existencia de una cultura autoritaria es un espejo de la idea, errada también, de que habría habido una cultura democrática en la década de los años ochenta (ver “¿Crisis de paradigmas o falta de rigor?”, de 1994). También cuestionó la apuesta por la “informalidad”, como clave para el desarrollo capitalista y la renovación social (“De madres de familia a capitalistas: las trampas de la informalidad”, de 1994); también la tesis de la existencia de un problema de representación política (que centra la responsabilidad en la oferta política), y llamó la atención sobre los problemas de representabilidad de los representados, en un contexto de fragmentación y desarticulación social (“El problema está en los representados”, de 2003); así como la idea de la existencia de una grave polarización social en la coyuntura del año 2000 (“¿Polarizaciones...? ¡Las de mi tiempo! Electorado y ciudadanía en los 90 y en el 2000”, de 2000); todo esto en textos de formato breve, pero no por ello menos sustanciosos.
En suma, el libro de Rochabrún condensa la trayectoria de un intelectual cuya lucidez provino de su independencia, de su insularidad, de un trabajo académico riguroso, que no temió ir contra la corriente, y asumir el papel de crítico y de aguafiestas; que tuvo en el marxismo el punto de partida de su reflexión: alejado del “folklore marxista”, y fiel a la idea de ver la realidad como “síntesis de múltiples determinaciones”, y “unidad de lo diverso”, como lo señalara en uno de sus primeros textos, “¿Hay una metodología marxista?”, de 1974). Por todo ello, este libro es un merecido homenaje y una muestra de gratitud para el maestro.
domingo, 2 de diciembre de 2007
Roger Bartra, las ciencias sociales en México
Revista Nexos No. 359 • Noviembre de 2007
Las ciencias sociales en su tinta
Roger Bartra
Martes 30 de octubre de 2007
No sé si las ciencias sociales en México nos abren una puerta amplia para entender la realidad del país y del mundo. Lo que sí me parece claro es que las ciencias sociales tienen grandes dificultades para percibir su propio estado y para aquilatar el desarrollo, las limitaciones y los aciertos de las investigaciones que se realizan en México. Esta falta de habilidad de la ciencia social para reconocer los avances que se hacen en su nombre es una señal adversa que nos lleva a temer que estamos ante una condición crítica. Hace años ya que muchos sospechan que las ciencias sociales se encuentran en una situación difícil. Se ha hablado de quiebra de la antropología, de crisis de la sociología, de la esterilidad de los estudios históricos, de la corrupción de la práctica jurídica, del atraso de los análisis económicos y de la inutilidad de la psicología. Sin embargo, estas visiones acaso excesivamente pesimistas no pueden fundamentarse fácilmente, pues carecemos de instrumentos para medir la condición de las ciencias sociales en México. Y, sin embargo, podemos suponer que la misma escasez de estudios críticos sobre las disciplinas sociales es un indicador de que estamos ante una situación anómala. Muchos de los que nos dedicamos a las ciencias sociales sentimos un malestar y percibimos inquietudes a nuestro alrededor. Si yo mismo estoy escribiendo estas líneas se debe a una interrogación expresa acerca de si sufrimos en México un serio déficit de crítica, lo que ocasionaría que obras que valen la pena pasen desapercibidas mientras que ocurrencias y hasta tonterías sean sobrevaloradas. Comparto esta inquietud y he comentado con muchos colegas esta situación. Creo que hay consenso al respecto: las ciencias sociales no están muy inclinadas a examinar su propia condición. Esta situación es evidente si observamos que las revistas académicas reseñan muy pocos estudios y prácticamente no debaten las ideas que expresan los investigadores. La crítica en la prensa no académica (suplementos y revistas culturales) es un tanto errática y depende muchas veces de criterios ideológicos o de intereses de grupo, aunque ahí es más frecuente la polémica. Es muy raro encontrar ese tipo de ensayos que hacen un balance de los avances en determinados temas (en inglés se denominan “review articles”). Tampoco los libros suelen presentar críticamente los estudios precedentes referidos a la materia que se aborda.
¿Qué es lo que inhibe la crítica? Podemos señalar varias causas inmediatas: influencia de caciquillos académicos que bloquean el trabajo de aquellos que no comparten sus intereses o ideas; presencia excesiva de un sector mediocre, estéril, burocratizado e indiferente a lo que se genera a su alrededor; falta de recursos en las ciencias sociales por la hegemonía de las llamadas ciencias duras; efecto de potlatch igualador que bloquea el apoyo a quienes se considera que destacan excesivamente por encima del resto (síndrome de Liliput). Al carácter raquítico de la crítica se agrega el hecho de que en muchos casos la exaltación desmesurada de alguna obra se debe a que su autor ejerce o ha ejercido poderosas funciones burocráticas o gubernamentales. Aquí nos enfrentamos al complejo problema de creación de modelos para estudiantes e investigadores jóvenes. Si los modelos a seguir son obras vacías e insustanciales, se crea un efecto multiplicador de la mediocridad y se institucionaliza un bajo nivel de creatividad. Esta desmesurada valoración de obras prescindibles suele ir acorazada de la defensa de las glorias locales frente a la influencia de corrientes extranjeras. En lugar de elevar los umbrales de la competencia a niveles internacionales, se bajan las exigencias en las pistas locales para que competidores de escasa calidad sean protegidos y exaltados. El resultado es la formación de coágulos meritocráticos en la red de vasos comunicantes que debería irrigar y nutrir el trabajo intelectual y académico.
No quiero decir que debamos privilegiar el trabajo de quienes estudian a los investigadores, en lugar de estimular el estudio directo de la realidad social. Con frecuencia la inmersión prolongada en la propia tinta y el ejercicio de mirar el ombligo de la propia disciplina acaba en esos típicos textos de recomendaciones teóricas y metodológicas dedicados a pedir que otros hagan lo que uno no hace. No se trata tampoco de centrarnos en la producción de exégesis, hagiografías y enciclopedias sobre autores en las disciplinas sociales. Más interesantes y creativos pueden ser los incentivos a realizar trabajo de investigación y a abrir los resultados a la crítica. Hay que escapar de los círculos viciosos en los que nos excedemos haciendo historiografía de la historiografía, sociología del recorte de periódico, reconstrucciones políticas de las ruinas étnicas, psicología de entidades abstractas o hermenéutica de textos económicos y jurídicos. Aunque en ocasiones estos ejercicios en los circuitos cerrados dan algún fruto interesante, en general contribuyen a la asfixia de las ciencias sociales.
Todos los factores que he señalado —y otros similares que se podrían agregar— son importantes y no los quiero minimizar. Pero me parece que podemos atisbar detrás de ellos algunos problemas que permiten suponer el inicio de una especie de transición en las ciencias sociales. Me referiré solamente a algunos temas, ligados a mis intereses como antropólogo y sociólogo, sobre los cuales he podido reflexionar. No pretendo aquí generalizar mis conclusiones y mis críticas.
Desde los años cincuenta —o acaso antes— las ciencias sociales giraban en torno de las necesidades, reales o imaginadas, del Estado nacional. Especialmente la antropología y la sociología en cierto modo estaban atrapadas en una contradicción: a pesar de apoyarse en la mitología nacionalista, despreciaban el estudio de la simbología cultural y de las instituciones que legitimaban o sostenían dicho Estado. Se giraba en torno de ciertos temas: los desequilibrios económicos, la dependencia, el subdesarrollo, el atraso de la población rural e indígena, la marginalidad, el dualismo, el carácter nacional, la burguesía nacional, el crecimiento demográfico, etcétera. Las ciencias sociales, al buscar un mayor sustento científico en la economía, entraron en un callejón sin salida y no lograron disipar el misterio que las obsesionaba: las causas del atraso y del subdesarrollo. En un breve balance que hice de los estudios sociales en 1997 llegué a la conclusión de que los sociólogos que heredaron y continuaron esta tradición llegaron a la idea de que la dependencia y la globalización —o, como algunos prefieren decir, el subdesarrollo y el neoliberalismo— habían impedido que en México se desarrollara una sociedad civil consistente y fuerte. El proceso había sido catastrófico, el fascismo o el caos amenazarían al sistema y la solución, en caso de vislumbrarse alguna, debía venir del apoyo a las formas blandas —semidemocráticas y populistas— del autoritarismo, o bien de una alternativa de salvación nacional más o menos revolucionaria, que abriera paso a una nueva forma de desarrollo económico. Se esperaba, ingenuamente, que la globalización debilitara a las fuerzas imperialistas de Estados Unidos.1Ante esta tradición, se desarrollaron otras perspectivas que abordaron, por ejemplo, las dimensiones simbólicas y culturales de la realidad sociopolítica, y llegaron a ideas opuestas: el sistema mexicano tenía sus raíces en una sólida sociedad civil, en cuyo seno se alojaron los resortes que explican el atraso y el autoritarismo nacionalista.
En México las ciencias sociales fueron una amalgama a veces incoherente de Marx, Durkheim y Weber, una mezcla difícil de digerir que era reciclada con dosis variables de leninismo, estructuralismo o funcionalismo. En las tendencias obsesionadas por el problema de la dependencia el gran tema de Tocqueville, la democracia, brilló por su ausencia y fue esquivado aun en aquellos textos que aparentemente se dedicaban a estudiarla. Un libro sintomático de la situación de las ciencias sociales en los años sesenta del siglo pasado es El perfil de México en 1980,2 libro que reúne las ponencias de un seminario organizado en 1970 por el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM para dibujar el futuro del país. En esta reunión hubo dos temas prácticamente ausentes: la democracia y la crisis de 1968. ¿Cómo podían las ciencias sociales desarrollarse si se plegaban servilmente a un Estado que borraba del mapa la represión de Tlatelolco y la existencia de un sistema autoritario no democrático?
Durante la larga crisis del sistema político mexicano las ciencias sociales se fueron abriendo a nuevas tendencias y corrientes, a veces calificadas de postmodernas. Cada vez era más claro que la sociedad podía funcionar y gobernarse con nuevas normas democráticas y se comprobaba que con ello no se derrumbaba la estructura del país. Estos procesos requerían de nuevas explicaciones. Las ideas que giraban en torno de las teorías de la dependencia y sus derivados resultaban obsoletos ante la nueva realidad. Estas tensiones fueron las causantes de una fragmentación de las ciencias sociales que coincidió, además, con un desinterés de los estudiantes por inscribirse en las carreras ligadas a la investigación (notablemente la sociología). Otro factor inquietante fue la invasión de decenas de comentaristas en los medios masivos de comunicación, cuyos análisis tendían a sustituir los áridos y a menudo estériles resultados de las investigaciones académicas. En los artículos de las revistas académicas, además, ha sido frecuente un exceso de fárrago teorizante y un déficit de referencias empíricas.
Con la fragmentación se formaron pequeños grupos de científicos sociales que adoptaron los lenguajes crípticos del rational-choice, del institucionalismo, de la semiótica, de la econometría, del relativismo, de la fenomenología, del estructuralismo y de otras corrientes de pensamiento. Ha habido frecuentes tentativas un tanto frustradas de asemejarse a las ciencias físicas y naturales, al utilizar terminologías incomprensibles para los legos. Anthony Giddens ha señalado que hay que tomar en serio a la gente que afirma que “los descubrimientos de las ciencias sociales no dicen nada nuevo y que sólo disfrazan con lenguaje técnico lo que todos podemos expresar en la terminología cotidiana”.3 Esto ha contribuido a separar la ciencia social que aparece en las publicaciones académicas y la que se divulga en los diarios, las revistas y los suplementos culturales o en las editoriales comerciales. Hay que añadir el hecho de que las traducciones de libros importantes escritos por científicos sociales de otros países aparecen casi siempre en editoriales privadas no académicas.
Las revistas académicas no suelen ser el fruto de un trabajo de dirección. Funcionan en su mayoría como ventanillas de recepción de propuestas de artículos y reseñas, que posteriormente son procesadas por sistemas de arbitraje muy formales. Las revistas recaban material de manera un tanto aleatoria, aunque suelen concentrar la producción de los centros de investigación a que están ligadas. Operan con filtros secretos que no siempre son confiables. Estas revistas parecen destinadas a acumularse en bibliotecas o en archivos electrónicos y tienen como función engordar el currículum de sus autores. Navegan sin una guía precisa y divulgan estilos abstrusos.
Enfrentamos un problema doble: por un lado, las ciencias sociales, paradójicamente, se alejan de la sociedad que las rodea. Por otro lado, las ciencias sociales, fragmentadas, se aíslan de sí mismas. La academia se aparta de la sociedad y produce pocos estudios basados en la investigación directa y demasiadas especulaciones: poca empiria, mucha teoría. A lo cual se agrega el hecho inquietante de que los investigadores prestan poca atención crítica a lo que se hace fuera de su círculo. Desde luego, estoy exagerando con el objeto de incitar a la reflexión. El exceso de teorización y la falta de comunicación llevan a las ciencias sociales a una situación difícil. Pero estos desequilibrios no se expresan de la misma forma en las diversas disciplinas. Hay factores que matizan en cada área los problemas que he señalado: la mayor importancia de la práctica profesional (derecho, psicología), las tradiciones empíricas (antropología, historia), los vínculos con la administración gubernamental (economía) y las influencias académicas (sociología, ciencia política). En cada disciplina observamos diferencias en su relación con las instancias políticas gubernamentales o los medios masivos de comunicación, en su
importancia en los espacios académicos universitarios y la influencia que recibe de las esferas empresariales.
Llega el momento en que los investigadores se enfrentan a preguntas inquietantes. ¿Quiénes hacen la mejor ciencia social? ¿Dónde se realizan los mejores estudios? ¿En qué áreas la investigación social compite exitosamente con la mejor ciencia que se hace en otros países? La búsqueda de respuestas los llevará a sumergirse en su propia tinta, a empaparse de las sustancias que emanan de las disciplinas que practican. Cada uno buscará sus propias respuestas, pero lo hará con gran dificultad si trabaja en un contexto carente de estímulos críticos y de buenos canales de comunicación. O acaso, dadas las dificultades, simplemente renuncie a buscar respuestas.
1 “El puente, la frontera y la jaula: crisis cultural e identidad en la condición postmexicana” (conferencia en la reunión de la American Sociological Association, Toronto, 9 agosto de 1997), en La sangre y la tinta, Océano, México, 1999.
2Publicado por Siglo XXI, tres tomos, México, 1972. Véase especialmente el tercer tomo.
3Las nuevas reglas del método sociológico, Amorrortu, Buenos Aires, 1997, p.
Las ciencias sociales en su tinta
Roger Bartra
Martes 30 de octubre de 2007
No sé si las ciencias sociales en México nos abren una puerta amplia para entender la realidad del país y del mundo. Lo que sí me parece claro es que las ciencias sociales tienen grandes dificultades para percibir su propio estado y para aquilatar el desarrollo, las limitaciones y los aciertos de las investigaciones que se realizan en México. Esta falta de habilidad de la ciencia social para reconocer los avances que se hacen en su nombre es una señal adversa que nos lleva a temer que estamos ante una condición crítica. Hace años ya que muchos sospechan que las ciencias sociales se encuentran en una situación difícil. Se ha hablado de quiebra de la antropología, de crisis de la sociología, de la esterilidad de los estudios históricos, de la corrupción de la práctica jurídica, del atraso de los análisis económicos y de la inutilidad de la psicología. Sin embargo, estas visiones acaso excesivamente pesimistas no pueden fundamentarse fácilmente, pues carecemos de instrumentos para medir la condición de las ciencias sociales en México. Y, sin embargo, podemos suponer que la misma escasez de estudios críticos sobre las disciplinas sociales es un indicador de que estamos ante una situación anómala. Muchos de los que nos dedicamos a las ciencias sociales sentimos un malestar y percibimos inquietudes a nuestro alrededor. Si yo mismo estoy escribiendo estas líneas se debe a una interrogación expresa acerca de si sufrimos en México un serio déficit de crítica, lo que ocasionaría que obras que valen la pena pasen desapercibidas mientras que ocurrencias y hasta tonterías sean sobrevaloradas. Comparto esta inquietud y he comentado con muchos colegas esta situación. Creo que hay consenso al respecto: las ciencias sociales no están muy inclinadas a examinar su propia condición. Esta situación es evidente si observamos que las revistas académicas reseñan muy pocos estudios y prácticamente no debaten las ideas que expresan los investigadores. La crítica en la prensa no académica (suplementos y revistas culturales) es un tanto errática y depende muchas veces de criterios ideológicos o de intereses de grupo, aunque ahí es más frecuente la polémica. Es muy raro encontrar ese tipo de ensayos que hacen un balance de los avances en determinados temas (en inglés se denominan “review articles”). Tampoco los libros suelen presentar críticamente los estudios precedentes referidos a la materia que se aborda.
¿Qué es lo que inhibe la crítica? Podemos señalar varias causas inmediatas: influencia de caciquillos académicos que bloquean el trabajo de aquellos que no comparten sus intereses o ideas; presencia excesiva de un sector mediocre, estéril, burocratizado e indiferente a lo que se genera a su alrededor; falta de recursos en las ciencias sociales por la hegemonía de las llamadas ciencias duras; efecto de potlatch igualador que bloquea el apoyo a quienes se considera que destacan excesivamente por encima del resto (síndrome de Liliput). Al carácter raquítico de la crítica se agrega el hecho de que en muchos casos la exaltación desmesurada de alguna obra se debe a que su autor ejerce o ha ejercido poderosas funciones burocráticas o gubernamentales. Aquí nos enfrentamos al complejo problema de creación de modelos para estudiantes e investigadores jóvenes. Si los modelos a seguir son obras vacías e insustanciales, se crea un efecto multiplicador de la mediocridad y se institucionaliza un bajo nivel de creatividad. Esta desmesurada valoración de obras prescindibles suele ir acorazada de la defensa de las glorias locales frente a la influencia de corrientes extranjeras. En lugar de elevar los umbrales de la competencia a niveles internacionales, se bajan las exigencias en las pistas locales para que competidores de escasa calidad sean protegidos y exaltados. El resultado es la formación de coágulos meritocráticos en la red de vasos comunicantes que debería irrigar y nutrir el trabajo intelectual y académico.
No quiero decir que debamos privilegiar el trabajo de quienes estudian a los investigadores, en lugar de estimular el estudio directo de la realidad social. Con frecuencia la inmersión prolongada en la propia tinta y el ejercicio de mirar el ombligo de la propia disciplina acaba en esos típicos textos de recomendaciones teóricas y metodológicas dedicados a pedir que otros hagan lo que uno no hace. No se trata tampoco de centrarnos en la producción de exégesis, hagiografías y enciclopedias sobre autores en las disciplinas sociales. Más interesantes y creativos pueden ser los incentivos a realizar trabajo de investigación y a abrir los resultados a la crítica. Hay que escapar de los círculos viciosos en los que nos excedemos haciendo historiografía de la historiografía, sociología del recorte de periódico, reconstrucciones políticas de las ruinas étnicas, psicología de entidades abstractas o hermenéutica de textos económicos y jurídicos. Aunque en ocasiones estos ejercicios en los circuitos cerrados dan algún fruto interesante, en general contribuyen a la asfixia de las ciencias sociales.
Todos los factores que he señalado —y otros similares que se podrían agregar— son importantes y no los quiero minimizar. Pero me parece que podemos atisbar detrás de ellos algunos problemas que permiten suponer el inicio de una especie de transición en las ciencias sociales. Me referiré solamente a algunos temas, ligados a mis intereses como antropólogo y sociólogo, sobre los cuales he podido reflexionar. No pretendo aquí generalizar mis conclusiones y mis críticas.
Desde los años cincuenta —o acaso antes— las ciencias sociales giraban en torno de las necesidades, reales o imaginadas, del Estado nacional. Especialmente la antropología y la sociología en cierto modo estaban atrapadas en una contradicción: a pesar de apoyarse en la mitología nacionalista, despreciaban el estudio de la simbología cultural y de las instituciones que legitimaban o sostenían dicho Estado. Se giraba en torno de ciertos temas: los desequilibrios económicos, la dependencia, el subdesarrollo, el atraso de la población rural e indígena, la marginalidad, el dualismo, el carácter nacional, la burguesía nacional, el crecimiento demográfico, etcétera. Las ciencias sociales, al buscar un mayor sustento científico en la economía, entraron en un callejón sin salida y no lograron disipar el misterio que las obsesionaba: las causas del atraso y del subdesarrollo. En un breve balance que hice de los estudios sociales en 1997 llegué a la conclusión de que los sociólogos que heredaron y continuaron esta tradición llegaron a la idea de que la dependencia y la globalización —o, como algunos prefieren decir, el subdesarrollo y el neoliberalismo— habían impedido que en México se desarrollara una sociedad civil consistente y fuerte. El proceso había sido catastrófico, el fascismo o el caos amenazarían al sistema y la solución, en caso de vislumbrarse alguna, debía venir del apoyo a las formas blandas —semidemocráticas y populistas— del autoritarismo, o bien de una alternativa de salvación nacional más o menos revolucionaria, que abriera paso a una nueva forma de desarrollo económico. Se esperaba, ingenuamente, que la globalización debilitara a las fuerzas imperialistas de Estados Unidos.1Ante esta tradición, se desarrollaron otras perspectivas que abordaron, por ejemplo, las dimensiones simbólicas y culturales de la realidad sociopolítica, y llegaron a ideas opuestas: el sistema mexicano tenía sus raíces en una sólida sociedad civil, en cuyo seno se alojaron los resortes que explican el atraso y el autoritarismo nacionalista.
En México las ciencias sociales fueron una amalgama a veces incoherente de Marx, Durkheim y Weber, una mezcla difícil de digerir que era reciclada con dosis variables de leninismo, estructuralismo o funcionalismo. En las tendencias obsesionadas por el problema de la dependencia el gran tema de Tocqueville, la democracia, brilló por su ausencia y fue esquivado aun en aquellos textos que aparentemente se dedicaban a estudiarla. Un libro sintomático de la situación de las ciencias sociales en los años sesenta del siglo pasado es El perfil de México en 1980,2 libro que reúne las ponencias de un seminario organizado en 1970 por el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM para dibujar el futuro del país. En esta reunión hubo dos temas prácticamente ausentes: la democracia y la crisis de 1968. ¿Cómo podían las ciencias sociales desarrollarse si se plegaban servilmente a un Estado que borraba del mapa la represión de Tlatelolco y la existencia de un sistema autoritario no democrático?
Durante la larga crisis del sistema político mexicano las ciencias sociales se fueron abriendo a nuevas tendencias y corrientes, a veces calificadas de postmodernas. Cada vez era más claro que la sociedad podía funcionar y gobernarse con nuevas normas democráticas y se comprobaba que con ello no se derrumbaba la estructura del país. Estos procesos requerían de nuevas explicaciones. Las ideas que giraban en torno de las teorías de la dependencia y sus derivados resultaban obsoletos ante la nueva realidad. Estas tensiones fueron las causantes de una fragmentación de las ciencias sociales que coincidió, además, con un desinterés de los estudiantes por inscribirse en las carreras ligadas a la investigación (notablemente la sociología). Otro factor inquietante fue la invasión de decenas de comentaristas en los medios masivos de comunicación, cuyos análisis tendían a sustituir los áridos y a menudo estériles resultados de las investigaciones académicas. En los artículos de las revistas académicas, además, ha sido frecuente un exceso de fárrago teorizante y un déficit de referencias empíricas.
Con la fragmentación se formaron pequeños grupos de científicos sociales que adoptaron los lenguajes crípticos del rational-choice, del institucionalismo, de la semiótica, de la econometría, del relativismo, de la fenomenología, del estructuralismo y de otras corrientes de pensamiento. Ha habido frecuentes tentativas un tanto frustradas de asemejarse a las ciencias físicas y naturales, al utilizar terminologías incomprensibles para los legos. Anthony Giddens ha señalado que hay que tomar en serio a la gente que afirma que “los descubrimientos de las ciencias sociales no dicen nada nuevo y que sólo disfrazan con lenguaje técnico lo que todos podemos expresar en la terminología cotidiana”.3 Esto ha contribuido a separar la ciencia social que aparece en las publicaciones académicas y la que se divulga en los diarios, las revistas y los suplementos culturales o en las editoriales comerciales. Hay que añadir el hecho de que las traducciones de libros importantes escritos por científicos sociales de otros países aparecen casi siempre en editoriales privadas no académicas.
Las revistas académicas no suelen ser el fruto de un trabajo de dirección. Funcionan en su mayoría como ventanillas de recepción de propuestas de artículos y reseñas, que posteriormente son procesadas por sistemas de arbitraje muy formales. Las revistas recaban material de manera un tanto aleatoria, aunque suelen concentrar la producción de los centros de investigación a que están ligadas. Operan con filtros secretos que no siempre son confiables. Estas revistas parecen destinadas a acumularse en bibliotecas o en archivos electrónicos y tienen como función engordar el currículum de sus autores. Navegan sin una guía precisa y divulgan estilos abstrusos.
Enfrentamos un problema doble: por un lado, las ciencias sociales, paradójicamente, se alejan de la sociedad que las rodea. Por otro lado, las ciencias sociales, fragmentadas, se aíslan de sí mismas. La academia se aparta de la sociedad y produce pocos estudios basados en la investigación directa y demasiadas especulaciones: poca empiria, mucha teoría. A lo cual se agrega el hecho inquietante de que los investigadores prestan poca atención crítica a lo que se hace fuera de su círculo. Desde luego, estoy exagerando con el objeto de incitar a la reflexión. El exceso de teorización y la falta de comunicación llevan a las ciencias sociales a una situación difícil. Pero estos desequilibrios no se expresan de la misma forma en las diversas disciplinas. Hay factores que matizan en cada área los problemas que he señalado: la mayor importancia de la práctica profesional (derecho, psicología), las tradiciones empíricas (antropología, historia), los vínculos con la administración gubernamental (economía) y las influencias académicas (sociología, ciencia política). En cada disciplina observamos diferencias en su relación con las instancias políticas gubernamentales o los medios masivos de comunicación, en su
importancia en los espacios académicos universitarios y la influencia que recibe de las esferas empresariales.
Llega el momento en que los investigadores se enfrentan a preguntas inquietantes. ¿Quiénes hacen la mejor ciencia social? ¿Dónde se realizan los mejores estudios? ¿En qué áreas la investigación social compite exitosamente con la mejor ciencia que se hace en otros países? La búsqueda de respuestas los llevará a sumergirse en su propia tinta, a empaparse de las sustancias que emanan de las disciplinas que practican. Cada uno buscará sus propias respuestas, pero lo hará con gran dificultad si trabaja en un contexto carente de estímulos críticos y de buenos canales de comunicación. O acaso, dadas las dificultades, simplemente renuncie a buscar respuestas.
1 “El puente, la frontera y la jaula: crisis cultural e identidad en la condición postmexicana” (conferencia en la reunión de la American Sociological Association, Toronto, 9 agosto de 1997), en La sangre y la tinta, Océano, México, 1999.
2Publicado por Siglo XXI, tres tomos, México, 1972. Véase especialmente el tercer tomo.
3Las nuevas reglas del método sociológico, Amorrortu, Buenos Aires, 1997, p.
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