domingo, 2 de diciembre de 2007

Roger Bartra, las ciencias sociales en México

Revista Nexos No. 359 • Noviembre de 2007

Las ciencias sociales en su tinta
Roger Bartra

Martes 30 de octubre de 2007

No sé si las ciencias sociales en México nos abren una puerta amplia para entender la realidad del país y del mundo. Lo que sí me parece claro es que las ciencias sociales tienen grandes dificultades para percibir su propio estado y para aquilatar el desarrollo, las limitaciones y los aciertos de las investigaciones que se realizan en México. Esta falta de habilidad de la ciencia social para reconocer los avances que se hacen en su nombre es una señal adversa que nos lleva a temer que estamos ante una condición crítica. Hace años ya que muchos sospechan que las ciencias sociales se encuentran en una situación difícil. Se ha hablado de quiebra de la antropología, de crisis de la sociología, de la esterilidad de los estudios históricos, de la corrupción de la práctica jurídica, del atraso de los análisis económicos y de la inutilidad de la psicología. Sin embargo, estas visiones acaso excesivamente pesimistas no pueden fundamentarse fácilmente, pues carecemos de instrumentos para medir la condición de las ciencias sociales en México. Y, sin embargo, podemos suponer que la misma escasez de estudios críticos sobre las disciplinas sociales es un indicador de que estamos ante una situación anómala. Muchos de los que nos dedicamos a las ciencias sociales sentimos un malestar y percibimos inquietudes a nuestro alrededor. Si yo mismo estoy escribiendo estas líneas se debe a una interrogación expresa acerca de si sufrimos en México un serio déficit de crítica, lo que ocasionaría que obras que valen la pena pasen desapercibidas mientras que ocurrencias y hasta tonterías sean sobrevaloradas. Comparto esta inquietud y he comentado con muchos colegas esta situación. Creo que hay consenso al respecto: las ciencias sociales no están muy inclinadas a examinar su propia condición. Esta situación es evidente si observamos que las revistas académicas reseñan muy pocos estudios y prácticamente no debaten las ideas que expresan los investigadores. La crítica en la prensa no académica (suplementos y revistas culturales) es un tanto errática y depende muchas veces de criterios ideológicos o de intereses de grupo, aunque ahí es más frecuente la polémica. Es muy raro encontrar ese tipo de ensayos que hacen un balance de los avances en determinados temas (en inglés se denominan “review articles”). Tampoco los libros suelen presentar críticamente los estudios precedentes referidos a la materia que se aborda.

¿Qué es lo que inhibe la crítica? Podemos señalar varias causas inmediatas: influencia de caciquillos académicos que bloquean el trabajo de aquellos que no comparten sus intereses o ideas; presencia excesiva de un sector mediocre, estéril, burocratizado e indiferente a lo que se genera a su alrededor; falta de recursos en las ciencias sociales por la hegemonía de las llamadas ciencias duras; efecto de potlatch igualador que bloquea el apoyo a quienes se considera que destacan excesivamente por encima del resto (síndrome de Liliput). Al carácter raquítico de la crítica se agrega el hecho de que en muchos casos la exaltación desmesurada de alguna obra se debe a que su autor ejerce o ha ejercido poderosas funciones burocráticas o gubernamentales. Aquí nos enfrentamos al complejo problema de creación de modelos para estudiantes e investigadores jóvenes. Si los modelos a seguir son obras vacías e insustanciales, se crea un efecto multiplicador de la mediocridad y se institucionaliza un bajo nivel de creatividad. Esta desmesurada valoración de obras prescindibles suele ir acorazada de la defensa de las glorias locales frente a la influencia de corrientes extranjeras. En lugar de elevar los umbrales de la competencia a niveles internacionales, se bajan las exigencias en las pistas locales para que competidores de escasa calidad sean protegidos y exaltados. El resultado es la formación de coágulos meritocráticos en la red de vasos comunicantes que debería irrigar y nutrir el trabajo intelectual y académico.

No quiero decir que debamos privilegiar el trabajo de quienes estudian a los investigadores, en lugar de estimular el estudio directo de la realidad social. Con frecuencia la inmersión prolongada en la propia tinta y el ejercicio de mirar el ombligo de la propia disciplina acaba en esos típicos textos de recomendaciones teóricas y metodológicas dedicados a pedir que otros hagan lo que uno no hace. No se trata tampoco de centrarnos en la producción de exégesis, hagiografías y enciclopedias sobre autores en las disciplinas sociales. Más interesantes y creativos pueden ser los incentivos a realizar trabajo de investigación y a abrir los resultados a la crítica. Hay que escapar de los círculos viciosos en los que nos excedemos haciendo historiografía de la historiografía, sociología del recorte de periódico, reconstrucciones políticas de las ruinas étnicas, psicología de entidades abstractas o hermenéutica de textos económicos y jurídicos. Aunque en ocasiones estos ejercicios en los circuitos cerrados dan algún fruto interesante, en general contribuyen a la asfixia de las ciencias sociales.

Todos los factores que he señalado —y otros similares que se podrían agregar— son importantes y no los quiero minimizar. Pero me parece que podemos atisbar detrás de ellos algunos problemas que permiten suponer el inicio de una especie de transición en las ciencias sociales. Me referiré solamente a algunos temas, ligados a mis intereses como antropólogo y sociólogo, sobre los cuales he podido reflexionar. No pretendo aquí generalizar mis conclusiones y mis críticas.

Desde los años cincuenta —o acaso antes— las ciencias sociales giraban en torno de las necesidades, reales o imaginadas, del Estado nacional. Especialmente la antropología y la sociología en cierto modo estaban atrapadas en una contradicción: a pesar de apoyarse en la mitología nacionalista, despreciaban el estudio de la simbología cultural y de las instituciones que legitimaban o sostenían dicho Estado. Se giraba en torno de ciertos temas: los desequilibrios económicos, la dependencia, el subdesarrollo, el atraso de la población rural e indígena, la marginalidad, el dualismo, el carácter nacional, la burguesía nacional, el crecimiento demográfico, etcétera. Las ciencias sociales, al buscar un mayor sustento científico en la economía, entraron en un callejón sin salida y no lograron disipar el misterio que las obsesionaba: las causas del atraso y del subdesarrollo. En un breve balance que hice de los estudios sociales en 1997 llegué a la conclusión de que los sociólogos que heredaron y continuaron esta tradición llegaron a la idea de que la dependencia y la globalización —o, como algunos prefieren decir, el subdesarrollo y el neoliberalismo— habían impedido que en México se desarrollara una sociedad civil consistente y fuerte. El proceso había sido catastrófico, el fascismo o el caos amenazarían al sistema y la solución, en caso de vislumbrarse alguna, debía venir del apoyo a las formas blandas —semidemocráticas y populistas— del autoritarismo, o bien de una alternativa de salvación nacional más o menos revolucionaria, que abriera paso a una nueva forma de desarrollo económico. Se esperaba, ingenuamente, que la globalización debilitara a las fuerzas imperialistas de Estados Unidos.1Ante esta tradición, se desarrollaron otras perspectivas que abordaron, por ejemplo, las dimensiones simbólicas y culturales de la realidad sociopolítica, y llegaron a ideas opuestas: el sistema mexicano tenía sus raíces en una sólida sociedad civil, en cuyo seno se alojaron los resortes que explican el atraso y el autoritarismo nacionalista.

En México las ciencias sociales fueron una amalgama a veces incoherente de Marx, Durkheim y Weber, una mezcla difícil de digerir que era reciclada con dosis variables de leninismo, estructuralismo o funcionalismo. En las tendencias obsesionadas por el problema de la dependencia el gran tema de Tocqueville, la democracia, brilló por su ausencia y fue esquivado aun en aquellos textos que aparentemente se dedicaban a estudiarla. Un libro sintomático de la situación de las ciencias sociales en los años sesenta del siglo pasado es El perfil de México en 1980,2 libro que reúne las ponencias de un seminario organizado en 1970 por el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM para dibujar el futuro del país. En esta reunión hubo dos temas prácticamente ausentes: la democracia y la crisis de 1968. ¿Cómo podían las ciencias sociales desarrollarse si se plegaban servilmente a un Estado que borraba del mapa la represión de Tlatelolco y la existencia de un sistema autoritario no democrático?

Durante la larga crisis del sistema político mexicano las ciencias sociales se fueron abriendo a nuevas tendencias y corrientes, a veces calificadas de postmodernas. Cada vez era más claro que la sociedad podía funcionar y gobernarse con nuevas normas democráticas y se comprobaba que con ello no se derrumbaba la estructura del país. Estos procesos requerían de nuevas explicaciones. Las ideas que giraban en torno de las teorías de la dependencia y sus derivados resultaban obsoletos ante la nueva realidad. Estas tensiones fueron las causantes de una fragmentación de las ciencias sociales que coincidió, además, con un desinterés de los estudiantes por inscribirse en las carreras ligadas a la investigación (notablemente la sociología). Otro factor inquietante fue la invasión de decenas de comentaristas en los medios masivos de comunicación, cuyos análisis tendían a sustituir los áridos y a menudo estériles resultados de las investigaciones académicas. En los artículos de las revistas académicas, además, ha sido frecuente un exceso de fárrago teorizante y un déficit de referencias empíricas.

Con la fragmentación se formaron pequeños grupos de científicos sociales que adoptaron los lenguajes crípticos del rational-choice, del institucionalismo, de la semiótica, de la econometría, del relativismo, de la fenomenología, del estructuralismo y de otras corrientes de pensamiento. Ha habido frecuentes tentativas un tanto frustradas de asemejarse a las ciencias físicas y naturales, al utilizar terminologías incomprensibles para los legos. Anthony Giddens ha señalado que hay que tomar en serio a la gente que afirma que “los descubrimientos de las ciencias sociales no dicen nada nuevo y que sólo disfrazan con lenguaje técnico lo que todos podemos expresar en la terminología cotidiana”.3 Esto ha contribuido a separar la ciencia social que aparece en las publicaciones académicas y la que se divulga en los diarios, las revistas y los suplementos culturales o en las editoriales comerciales. Hay que añadir el hecho de que las traducciones de libros importantes escritos por científicos sociales de otros países aparecen casi siempre en editoriales privadas no académicas.

Las revistas académicas no suelen ser el fruto de un trabajo de dirección. Funcionan en su mayoría como ventanillas de recepción de propuestas de artículos y reseñas, que posteriormente son procesadas por sistemas de arbitraje muy formales. Las revistas recaban material de manera un tanto aleatoria, aunque suelen concentrar la producción de los centros de investigación a que están ligadas. Operan con filtros secretos que no siempre son confiables. Estas revistas parecen destinadas a acumularse en bibliotecas o en archivos electrónicos y tienen como función engordar el currículum de sus autores. Navegan sin una guía precisa y divulgan estilos abstrusos.

Enfrentamos un problema doble: por un lado, las ciencias sociales, paradójicamente, se alejan de la sociedad que las rodea. Por otro lado, las ciencias sociales, fragmentadas, se aíslan de sí mismas. La academia se aparta de la sociedad y produce pocos estudios basados en la investigación directa y demasiadas especulaciones: poca empiria, mucha teoría. A lo cual se agrega el hecho inquietante de que los investigadores prestan poca atención crítica a lo que se hace fuera de su círculo. Desde luego, estoy exagerando con el objeto de incitar a la reflexión. El exceso de teorización y la falta de comunicación llevan a las ciencias sociales a una situación difícil. Pero estos desequilibrios no se expresan de la misma forma en las diversas disciplinas. Hay factores que matizan en cada área los problemas que he señalado: la mayor importancia de la práctica profesional (derecho, psicología), las tradiciones empíricas (antropología, historia), los vínculos con la administración gubernamental (economía) y las influencias académicas (sociología, ciencia política). En cada disciplina observamos diferencias en su relación con las instancias políticas gubernamentales o los medios masivos de comunicación, en su
importancia en los espacios académicos universitarios y la influencia que recibe de las esferas empresariales.

Llega el momento en que los investigadores se enfrentan a preguntas inquietantes. ¿Quiénes hacen la mejor ciencia social? ¿Dónde se realizan los mejores estudios? ¿En qué áreas la investigación social compite exitosamente con la mejor ciencia que se hace en otros países? La búsqueda de respuestas los llevará a sumergirse en su propia tinta, a empaparse de las sustancias que emanan de las disciplinas que practican. Cada uno buscará sus propias respuestas, pero lo hará con gran dificultad si trabaja en un contexto carente de estímulos críticos y de buenos canales de comunicación. O acaso, dadas las dificultades, simplemente renuncie a buscar respuestas.

1 “El puente, la frontera y la jaula: crisis cultural e identidad en la condición postmexicana” (conferencia en la reunión de la American Sociological Association, Toronto, 9 agosto de 1997), en La sangre y la tinta, Océano, México, 1999.

2Publicado por Siglo XXI, tres tomos, México, 1972. Véase especialmente el tercer tomo.

3Las nuevas reglas del método sociológico, Amorrortu, Buenos Aires, 1997, p.