viernes, 23 de marzo de 2007

Danilo Zolo: la "tragedia de la ciencia política"

Metapolítica
num. 49, septiembre - octubre 2006

La “tragedia” de la ciencia política

El autor de este ensayo, conocido filósofo italiano, hace suyo el argumento de la crisis de la ciencia política y muestra su declive en confrontación con la filosofía política. Concluye con un llamado al diálogo entre ambas maneras de aproximarse a lo político.

Danilo Zolo[*]

Por “ciencia política” se entiende hoy, como es sabido, la aproximación disciplinaria a los problemas de la política que tiene su origen en la “revolución conductista”, afirmada en Estados Unidos durante las dos décadas posteriores a la conclusión de la Segunda Guerra Mundial. Desde entonces esta aproximación se ha difundido de manera amplia en la cultura estadounidense, donde se calcula que los cultores de la disciplina no son en la actualidad menos de dos mil. Asimismo, se ha difundido ampliamente en Europa, sobre todo en Inglaterra, Alemania y los países escandinavos. A partir de los años sesenta, la “ciencia política” se ha establecido también en Italia, gracias a la actividad pionera de Giovanni Sartori y de su escuela.

En contraposición a esta noción específica de “ciencia política”, se emplea la expresión “filosofía política” para indicar aquella forma más tradicional de reflexión sobre el fenómeno político que se remite a los clásicos del pensamiento político occidental, de Aristóteles a Platón, Maquiavelo, Hobbes, Locke, Marx. A diferencia de la “ciencia política”, la filosofía política no se limita a estudiar el comportamiento “observable” de los actores sociales y el funcionamiento de los sistemas políticos (contemporáneos), sino que, además, analiza, en términos muy generales, los medios, los fines y el “sentido” de la experiencia política (e incluso, en un nivel ulterior de reflexión, los medios, los fines y el “sentido” de la propia indagación sobre la experiencia política).

En este ensayo buscaré reconstruir los contenidos teóricos de la disputa que ha involucrado intensamente a las dos disciplinas a partir de los años cuarenta, y sobre esta base intentaré puntualizar en la situación actual de las relaciones entre estos dos modos diversos de estudiar y entender la vida política. Se observará que la “ciencia política”, en particular la “ciencia política” estadounidense, se encuentra hoy en una situación de crisis que parece amenazar su propia identidad como disciplina: expresión emblemática de esta crisis es el título de un buen libro aparecido en Estados Unidos, The Tragedy of Political Science (Ricci, 1984).

Asimismo, en este marco, abordaré con una consideración especial la situación italiana. En Italia se ha registrado en estos años un notable resurgimiento de la filosofía política, tal y como se testimonia por los siguientes hechos: la publicación de la revista Teoria politica, editada por un grupo de politólogos cercanos a Norberto Bobbio; la reciente aparición de la primera revista italiana que lleva por título Filosofia politica, dirigida por Nicola Matteuci y editada por un grupo de historiadores de la filosofía política que entienden su posición intelectual como “reflexión crítico-hermenéutica sobre la tradición del pensamiento político occidental”; la difusión de una literatura filosófico-política que hace eco a las tesis del neoaristotelismo alemán contemporáneo (la así llamada Rehabilitierung der praktischen Philosophie) y rediscute la tradición democrática occidental a la luz de autores como Carl Schmitt, Eric Voegelin, Leo Strauss, Hannah Arendt. Por otra parte, ha aparecido un voluminoso Manuale di scienza della politica, editado por Gianfranco Pasquino, que intenta contestar al renacimiento de la filosofía política italiana con una empresa intelectual particularmente ambiciosa.

Para concluir me referiré a las razones generales que en mi opinión exigen una profunda renovación de los modos y los contenidos de la reflexión política contemporánea. Y si esto vale para la filosofía política tradicional, a menudo inclinada a una reproposición de arcaicos modelos metafísicos, vale todavía más, a mi parecer, para la “ciencia política” conductista. La “ciencia política” emergió hace 50 años con un doble objetivo: aquél, explícito, de alcanzar un conocimiento cierto y objetivo de los hechos políticos, en tanto fundado, a diferencia del idealismo y del historicismo marxista, sobre un análisis empírico de los fenómenos sociales; y aquél, implícito pero altamente motivador, de probar la optimización de las instituciones democráticas (estadounidenses) como realización de la libertad, el pluralismo y la igualdad de oportunidades (Dahl, 1956). Paradójicamente, hoy es la ciencia política la que se encuentra en crisis: sea por la situación de general incertidumbre de los fundamentos del conocimiento científico y en particular del estatuto epistemológico de las “ciencias sociales”; sea por el contenido y rápido aumento de la complejidad de los fenómenos sociales que pretende explicar y prever empíricamente; sea, y de manera principal, por los crecientes “riesgos evolutivos” que amenazan a las instituciones democráticas dentro del área de las sociedades “complejas”, incluyendo Estados Unidos, donde el proceso democrático se va transformando en las formas alarmantes de la “democracia televisiva” (Luke, 1986-1987, pp. 59-79).

Todo ello vale además, para la versión de la “ciencia política” que Giovanni Sartori ha importado a Italia en los años sesenta. En la “ciencia política” de Sartori y de algunos de sus discípulos existe no sólo la ambición de presentarse como la única forma de conocimiento político controlable y confiable, sino también una no menos ambiciosa polémica política, que aspira a ser puramente científica, en las confrontaciones con toda concepción “holística”, comenzando por el socialismo. En mi opinión, ha llegado el momento de reconsiderar, también en Italia, los fundamentos y el “rendimiento” de la “ciencia política” y sobre todo de volver a poner a discusión la que es su auténtica camisa de fuerza: el dogma positivista de la separación entre “juicios de hecho” y “juicios de valor” y, en relación con ello, el principio de la “avaloratividad” ético-ideológica (Wertfreiheit) de las teorías científicas. Un dogma que remite, como ha señalado Norberto Bobbio, a una ideología específica: la “ideología de la política científica” y, por ello, de una racionalización eficientista y tecnocrática de las relaciones políticas y sociales destinada a ratificar en los hechos el “fin de las ideologías” (Bobbio, 1983, pp. 1025-1026).


DE LA “REVOLUCIÓN CONDUCTISTA” AL POSTEMPIRISMO

Con una periodización muy sumaria, que considera casi en forma exclusiva lo que ha sucedido en el ámbito de la cultura de lengua inglesa, se pueden distinguir las siguientes cuatro fases en el desarrollo de las relaciones entre las dos disciplinas (estas fases, sin embargo, se sobreponen parcialmente desde un punto de vista cronológico).

1. La exposición del programa conductista y su afirmación entre 1945 y 1965. Los autores más relevantes, sobre todo en el periodo inicial, son: Gabriel Almond (1966), David Easton (1962), Heinz Eulau (1963), Robert Dahl (1961), K.W. Deutsch (1966) y David B. Truman (1951).

2. El debate en torno al así llamado “declive de la teoría política” (the decline of political theory) en cuyo desarrollo se manifiesta la primera reacción, primordialmente defensiva, contra la ciencia política conductista. En este debate intervienen, hacia fines de los años cincuenta y principios de los sesenta, autores como P.H. Partridge (1961), I. Berlin (1962) y J.P. Plamenatz (1967). Un lugar de gran importancia, pero completamente distinto por su inspiración antimoderna y abiertamente conservadora, adquiere en este contexto la crítica “ontológica” de Leo Strauss (1959), expresada en el célebre ensayo “What is Political Philosophy?”. De igual modo, las páginas introductorias de Eric Voegelin (1952) a su The New Science of Politics pueden ser consideradas un ejemplo de este último tipo de literatura.

3. La crisis de la doctrina conductista, la atenuación del optimismo científico característico del periodo inicial, la emergencia de un creciente desacuerdo en el interior de la disciplina que desemboca, en primer lugar, en intentos de reforma metodológica inspirados en el “falsacionismo” popperiano, y posteriormente deriva en la crítica interna por parte de los exponentes de izquierda del Caucus for a New political Science (Falter, 1982, pp. 53-62; Euben, 1970, pp. 3-58), para finalmente tomar la forma de una verdadera y propia autocrítica por parte de algunos de los exponentes más autorizados de la ciencia política estadounidense, entre los que destacan Gabriel A. Almond (Almond y Genco, 1977) y Charles Lindblom (1979). Esta fase se expresa con particular intensidad durante la así llamada “década del desencanto” de 1965 a 1975, y se concluye idealmente con la publicación del volumen The Tragedy of Political Science, y de David Easton, “Political Science in the United States. Past and Present” (1985), dos escritos en los que el completo desarrollo de la disciplina es objeto de una autocrítica particularmente severa.

4. El renacimiento en los años setenta en adelante de la filosofía política en la cultura angloamericana gracias a autores como John Rawls, Robert Nozick, Ronald Dworkin y Bruce A. Ackerman. Este resurgimiento interrumpe bruscamente la tradición de la filosofía analítica anglosajona, misma que había declarado la muerte de la filosofía política, y se liga a los grandes temas valorativos, éticos y normativos de la filosofía política clásica. A esto se agrega la emergencia de una literatura epistemológica más madura, que se expresa a través de las obras de un condensado grupo de filósofos políticos comprometidos también con el campo de la filosofía de las ciencias sociales. Entre éstos destacan Alasdair McIntyre (1972, 1983), Alan Ryan (1972), Charles Taylor (1967, 1983), Sheldon S. Wolin (1969) y John Dunn (1985). La epistemología que conjunta a todos estos autores ahora ya se puede definir como “postempirista”: son autores profundamente influidos por el clima de la “rebelión contra el positivismo” de los años sesenta y en ocasiones se inspiran de manera directa en la epistemología de Thomas S. Kuhn. Por lo tanto, en su crítica a la ciencia política dominante, estos autores se mueven no por una reproposición de los fines tradicionales de la filosofía política europea, sino por una crítica general de la perspectiva empirista recibida. Pese a todo, a diferencia de la mayoría de los críticos de la primera fase, estos autores no niegan dogmáticamente la importancia de las contribuciones que la indagación sociológica de los sistemas y los actores políticos pueden ofrecer a la filosofía política.

En los incisos siguientes, más que tratar de ilustrar de manera analítica estas cuatro fases de la disputa entre los partidarios de la ciencia política y sus adversarios, buscaré condensar en pocos puntos esenciales las argumentaciones teóricas de unos y otros, introduciendo una sola y elemental distinción diacrónica: la distinción entre el programa conductista formulado en los inicios y los términos demasiado inciertos y moderados en los que la ciencia política se presenta a partir del final de los años ochenta. Análogamente,
por lo que respecta a los argumentos de los críticos de la “ciencia política”, distinguiré entre aquéllos propios de la primera reacción polémica dentro del debate sobre el “declive de la teoría política” y aquéllos, epistemológicamente más maduros, forjados por los partidos de la aproximación “postempirista”.



EL PROGRAMA ORIGINARIO DE LA CIENCIA POLÍTICA

Para ilustrar el programa originario de la ciencia política conductista consideraré los desplazamientos de la explícita formulación proporcionada por David Easton (1962) y tomaré en cuenta la sistematización que de ella ha propuesto Jüngen Falter (1982) en una excelente reconstrucción histórica del desarrollo completo de la disciplina. La adhesión a la “revolución conductista” implica, según el credo de los padres fundadores, al menos las siguientes cinco asunciones, a cada una de las cuales corresponde un objetivo que debe ser alcanzado para que los resultados de la investigación puedan ser considerados “científicos”.

1. Explicación y previsión con base en leyes generales. Ya sea el comportamiento político de los actores o el funcionamiento de los sistemas políticos, ambos presentan regularidades observables. La tarea fundamental del científico político es descubrir estas regularidades y expresarlas en forma de leyes generales, de carácter causal o estadístico, que permitan la explicación y previsión de los fenómenos políticos. Con esta finalidad, el científico político no deberá limitarse a la simple recolección de datos y a su generalización dentro de estrechos dominios espaciales y temporales, sino que se empeñará en organizar y seleccionar los datos empíricos a la luz de teorías de amplio rango, de manera no distinta a lo que sucede en las ciencias de la naturaleza, como la física y la biología.

2. Verificabilidad empírica y objetividad. La validez de las generalizaciones nomológicas de la ciencia política puede ser comprobada inicialmente a través de una verificación empírica que tenga como referencia los comportamientos observables de los actores políticos. Sólo adoptando este tipo de procedimientos, los científicos políticos podrán reivindicar a favor de sus enunciados y sus teorías el carácter del conocimiento cierto y objetivo de la realidad política, dotada de responsabilidad intersubjetiva, a la par de los conocimientos forjados por las ciencias de la naturaleza.

3. Cuantificación y medición. Es posible la adopción de procedimientos rigurosos en el registro de los datos, en la enunciación de los resultados y en la ejecución de los controles relativos a los comportamientos políticos. El científico político debe por ello empeñarse en usar las técnicas de cuantificación y medición exacta de los fenómenos que emplean las “ciencias exactas” y que no carecen de resultados también en las ciencias sociales, comenzando por la economía y la psicología.

4. Sistematicidad y acumulatividad. La investigación de los científicos políticos puede desenvolverse en formas análogas a las consolidadas dentro de la praxis de las comunidades científicas más maduras. Tal investigación deberá ser conducida “sistemáticamente”; es decir, deberá implicar una constante interacción entre un lenguaje teórico lógicamente estructurado y coherente y una investigación empírica guiada por un riguroso método inductivo. La acumulación progresiva de los datos empíricos consentirá un gradual desarrollo de las teorías y se llegará así a la formación de un núcleo de conocimientos compartidos dentro de la comunidad de los científicos políticos. De esta manera será posible dar vida a una verdadera y propia organización profesional de la investigación política, superando el subjetivismo de los “filósofos de la política” tradicionales y sus permanentes e interminables discordias.

5. Avaloratividad. La explicación y la previsión empírica de los fenómenos políticos puede considerarse rigurosamente distinta de las valoraciones y prescripciones de carácter ético o ideológico. Ésta es, por otra parte, una condición esencial del carácter científico e intersubjetivamente vinculador de las proposiciones de la ciencia política. El científico político tiene por ello el deber intelectual de abstenerse de todo tipo de valoración ética o ideológica a lo largo de sus indagaciones y, de ser el caso, debe señalar siempre de manera explícita cuáles son los valores a los que se adhiere cada vez que, despojándose de la vestimenta científica, considera oportuno expresar valoraciones de carácter moral o ideológico en vista de sus objetivos de investigación. Asimismo, debe abstenerse de recabar indicaciones prescriptivas a partir de sus investigaciones. Desde este punto de vista, la ciencia política se opone diametralmente a la filosofía política tradicional que nunca ha tematizado la distinción entre juicios de hecho y juicios de valor, y ha sido concebida primordialmente como una reflexión sabia y normativa más que como una forma de conocimiento objetivo.

Es evidente que este catálogo metodológico, en el que se concentra el núcleo del credo conductista, remite a una serie de oposiciones filosóficas y epistemológicas muy generales: aquellas que la perspectiva común empirista ha heredado del positivismo lógico vienés y combinado con algunas corrientes propias de la tradición norteamericana, como el operacionalismo, el pragmatismo y la psicología conductista de John Watson y B.F. Skinner. En el centro de estas opciones está la decisión de asumir la experiencia política dentro del ámbito de las ciencias empíricas; pues se considera superada toda diferencia de principio, al menos desde el punto de vista de su cogniscitividad y predicabilidad, entre los “comportamientos” de los objetos naturales y los comportamientos individuales y colectivos de los sujetos humanos.

LOS ARGUMENTOS DE LOS FILÓSOFOS DE LA POLÍTICA

Las primeras reacciones por parte de los cultores de la filosofía política tradicional asumen, como ya lo he señalado, la forma de un debate sobre el “declive de la teoría política”. El debate arranca del célebre ensayo de Isaiah Berlin, Does Political Theory Still Exist? (1962), en el cual la principal tesis “defensiva” consiste en la reivindicación de una insustituible dimensión filosófica de la reflexión política que ninguna “ciencia” de carácter lógico-deduc-tivo o empírico está en condiciones de cubrir, porque se refiere a problemas que no son ni de orden lógico ni empírico: son problemas que implican opciones filosófico-ideológicas muy generales y elecciones de valor continuas, comenzando por el problema del fundamento de la obligación política.

A esta tesis se añade la denuncia de la incapacidad de la ciencia política de construir una “teoría” que sea significativa desde el punto de vista de lo que en realidad acontece dentro de la esfera de la “política” y que sea relevante para quien está involucrado prácticamente en la vida política: una teoría que por lo mismo esté en grado, como pretende el programa conductista, de “sustituir” la filosofía política o le reserve a lo sumo una función metalingüística de análisis y clarificación del lenguaje politológico.

Los análisis de los hechos y de los comportamientos empíricos, que la ciencia política asume como ámbito exclusivo de su propia indagación, dejan de lado la discusión sobre los fines de la política y las razones que vuelven legítimo (o ilegítimo) el ejercicio del poder; temas que la tradición del pensamiento político occidental, de Aristóteles en adelante, ha colocado en el centro de su reflexión. Una “ciencia” que en honor a un ideal abstracto de rigor metodológico expulsa de su propio ámbito la discusión sobre los “valores” de la política, para ocuparse de manera exclusiva de los “hechos”, termina por no estar en condiciones de ubicar, y mucho menos de contribuir a resolver, los problemas de la política, pues éstos implican siempre una decisión sobre los fines, los límites y el sentido de la vida política. Sobre todo en momentos de crisis o de rápida transformación de los sistemas políticos o de turbulencia de las fuerzas e ideologías que los operan, el científico político “neutral” termina, en consecuencia, por constreñirse a la impotencia intelectual y al silencio. La ambiciosa tentativa de imitar el modelo de las ciencias naturales impone a la ciencia política muy elevados niveles de rigor en el procedimiento que son simplemente la causa de su obsesión metodológica y, de forma simultánea, de sus frustraciones debidas a la precariedad o escasa relevancia de los resultados alcanzados.

Bajo muchos perfiles son diversos los argumentos desarrollados por los críticos de la ciencia política que he llamado “postempiristas” y que se expresan en el cuadro de la crisis de la perspectiva común empirista angloamericana. Tales autores no dudan en referirse a la ciencia política como una “ciencia corrompida”, cuestionándole no sólo los resultados, sino también las mismas asunciones epistemológicas que la constituyen como “ciencia” en el contexto de las “ciencias sociales” contemporáneas y que, en el terreno epistemológico, la oponen directamente a la filosofía política. Independientemente del juicio que se quiera expresar sobre los resultados de la “ciencia política” —el cual podría ser también, de manera hipotética, ampliamente positivo—, lo que es insostenible es que la “ciencia política” alcance sus resultados en cuanto “ciencia”, es decir, en cuanto permanece fiel a sus premisas epistemológicas, y no, por el contrario, precisamente en la medida en la que opere en menoscabo de sus postulados o sobre la base de su aplicación puramente metafórica si no es que retórica. El paradigma de facto de la ciencia política no es el hiperracionalista pretendido por sus metodólogos, sino el que Lindblom ha llamado del “muddling through”, del salir del paso lo menos mal posible, según técnicas pragmáticas de solución de los problemas uno por uno y paso a paso, sin alguna estrategia cognitiva de carácter general (Hayward, 1986, pp. 3-20).

Si éste es el tema central de la nueva polémica contra la “ciencia política”, resultan demasiado articulados sus desarrollos argumentativos. Éstos se pueden compendiar muy esquemáticamente en los siguientes cinco puntos que en forma directa o indirecta se refieren, cuestionándolas, a las cinco asunciones originarias de la ciencia política conductista que habíamos examinado antes.

1. No es posible registrar regularidades de larga duración y de amplio rango ni en el comportamiento de los actores políticos ni en el funcionamiento de los sistemas políticos. Aún en la actualidad, la ciencia política no ha sido capaz de elaborar alguna ley general, de carácter causal o estadístico, que permita explicaciones y mucho menos previsiones de tipo nomológico-deductivo. No está en condiciones de explicar o de prever, no porque revele una situación provisional de inmadurez y escaso desarrollo técnico, sino por razones teóricas de fondo, que por lo demás son las mismas que vuelven altamente problemática la explicación nomológico-deductiva y la previsión de “eventos únicos” incluso en el ámbito de las ciencias físicas, químicas y biológicas (Zolo, 1989). Aún más, las ciencias sociales se encuentran en dificultades específicas que tienen que ver con el alto grado de impredictibilidad de los comportamientos individuales, la complejidad creciente de las relaciones sociales, el carácter no lineal pero reflexivo de los nexos funcionales y en particular de las relaciones de poder (Luhmann, 1975; Crespi, 1985, pp. 459-522). La epistemología postempirista niega por lo demás de manera general —incluso en el sector de las ciencias físicas— la existencia de leyes universales e invariables, sustraídas de la dimensión histórico-evolutiva.

2. La validez de las generalizaciones nomológicas de la ciencia política —no menos y probablemente en mayor medida que cualquier otra ciencia social o “natural”— no es susceptible de verificación o, como pretenden los popperianos, de falsación empírica, siempre que estas expresiones no se usen en un sentido puramente metafórico. En realidad, los “hechos” con base en los cuales las explicaciones y previsiones deberían ser rigurosamente verificadas (o “falseadas”) son ellas mismas el resultado de selecciones que responden a los imperativos metodológicos de una teoría dada o filosofía precedente. Las confirmaciones empíricas son relativas a las teorías presupuestas, están y caen con ellas, tal y como ha acontecido en la historia de la física con numerosas teorías ampliamente sustentadas por controles empíricos y que, sin embargo, han sido después abandonadas, comenzando por las teorías del flogisto y del éter. En otras palabras, no existe un “lenguaje observativo” que pueda ser rigurosamente distinto del lenguaje de las teorías, las cuales siempre están, de alguna manera, ligadas con filosofías generales, con verdaderas y propias Weltanschauungen histórica y sociológicamente condicionadas. No tiene sentido riguroso alguno, entonces, la idea de que el control de las teorías, en ciencia política como en cualquier otro sector de investigación, consista en la verificación de su “correspondencia” con los “hechos”.

Por otra parte, el así llamado “método comparativo”, a menudo reivindicado por los científicos políticos, comenzando por Giovanni Sartori (1985, p. 114) y por Stefano Bartolini (1986, pp. 68-83), como el método específico de indagación de la política, de ninguna manera puede ser entendido como un “método de control” y tampoco, más generalmente, como un método: es simplemente una operación de valoración y selección de los datos que toda técnica inductiva, incluso la más elemental, necesariamente comporta en la fase inicial de elaboración de una teoría (McIntyre, 1983, pp. 8-26; Bobbio, 1983, p. 1023).

3. Dentro de la sociología de los comportamientos políticos existen márgenes muy reducidos por la medición y la cuantificación, con la sola excepción, quizá, del análisis de los resultados electorales (que con un cierto abuso terminológico es designado como “observación de los comportamientos” electorales, mientas que en la realidad no tiene que ver con algún comportamiento social “observable”, sino sólo con aspectos cuantitativos de procedimientos sociales ritualizados). Aquello que en el fondo impide o vuelve irrelevante el uso de técnicas cuantitativas y de toda medición digna del nombre es la imposibilidad de atribuir significado político a los comportamientos sociales sin una consideración de las “motivaciones” de los actores: sus referencias simbólicas, sus ideologías, los fines declarados, latentes o disimulados de su “acción política” (Bobbio, 1983, p. 1025).

4. La ciencia política no ha podido “acumular” en el intento, un núcleo de teorías y de conocimientos compartidos en forma unánime, como patrimonio indiscutible de la disciplina. Precisamente la tentativa original, ingenuamente inductivista, de acumular datos cognoscitivos multiplicando las investigaciones empíricas sobre aspectos muy sectoriales (los mal afamados estudios de caso) o marginales de la vida política, ha dado lugar a las conocidas distorsiones “hiperfactualistas” en las que se ha manifestado el provincianismo disciplinario de la ciencia política estadounidense. Y este género de provincianismo ha sido objeto, amén de las célebres críticas de C. Wright Mills, de una difundida y severa autocrítica, expresada en particular por David Easton en algunas de las obras más importantes.

También ingenua parece la tentativa de unificar de manera conceptual el léxico teórico de la ciencia política, como desde hace años lo intenta Giovanni Sartori, que con este propósito ha fundado en la Universidad Pittsburgh un controvertido Commite on Conceptual and Terminological Analysis (COCTA). Por asunción expresa de los mismos fundadores de este Commite, la situación semántica de la ciencia política contemporánea recuerda aquélla de la “torre de Babel” (Sartori, 1975). Como quiera que sea, lo que parece escapar a estas tentativas es que no es posible eliminar el componente metafórico (necesariamente impreciso, subjetivo y convencional) del lenguaje teórico y en el que precisamente reside en buena medida la capacidad representativa e informativa así como la fecundidad heurística de los conceptos y las teorías.

5. El compromiso de la avaloratividad se revela en general impracticable en el ámbito de las ciencias sociales y en modo particular en el estudio del fenómeno político. Tan pronto se pasa de los niveles elementales de clasificación de los datos a la elaboración de teorías no banales, es decir, suficientemente complejas como para poder ser referidas y aplicadas en forma eficaz a la experiencia política, resulta inevitable que el investigador se oriente, consciente o inconscientemente, según ciertas elecciones de valor, de naturaleza filosófica, ética o ideológica (Taylor, 1967). En particular, la indagación de las relaciones de poder no parece estar en condiciones de apartarse de la influencia que las relaciones de poder existentes ejercen reflexivamente sobre los presupuestos sociales, económicos y cognitivos de la investigación misma. En general, no parece fácil individualizar y borrar el componente valorativo de las teorías cuando las premisas de valor son disimuladas o inconscientes o cuando influyen la percepción misma de los fenómenos, así como la selección y ubicación de los problemas: en todos estos casos no existe algún criterio seguro que permita aplicar al lenguaje teórico el filtro terapéutico de la weberiana Wertfreiheit.

Es claro que a la luz de estas posiciones no existe una “ciencia política” que, por una parte, pueda ser significativamente distinta de la sociología de la política y, por la otra, de la filosofía política tradicional. Se trata de una simple cuestión de grados y predilecciones temáticas (Zolo, 1985). Como quiera que sea, una teoría política “postempirista” debería incluir dentro de su ámbito ya sea la investigación analítica sobre el presente, o la reconstrucción histórica del pensamiento político, o la distinción sobre los fines y los valores de la política, o, finalmente, la meta-reflexión epistemológica sobre los procedimientos y los métodos de la investigación política.

LA “TRAGEDIA” DE LA CIENCIA POLÍTICA ESTADOUNIDENSE

Con el término un poco enfático de “tragedia” me refiero, junto con David M. Ricci, a la situación de agudo desconcierto en el cual se encuentra la ciencia política estadounidense después de que varios de sus exponentes, entre ellos algunos de los más autorizados como Gabriel A. Almond y David Easton, han sometido a una crítica muy severa tanto el programa originario del conductismo político como los desarrollos sucesivos de la disciplina. La “ciencia política” estadounidense, observa Ricci, parece incapaz de producir un efectivo “conocimiento político” (political knowledge) precisamente a causa de su empeño por alcanzar un conocimiento cierto y absolutamente preciso —“científico”, para ser exactos— de la vida política. Simultáneamente, el compromiso con un (inalcanzable) conocimiento “científico” de la política desvía al científico político de los temas políticos cruciales de la sociedad en la que vive, como la crisis de las instituciones democráticas, pues estos temas no pueden ser enfrentados en forma seria por quien hace de la neutralidad política su propio hábito profesional. La ciencia política corre entonces el riesgo de autonegarse “trágicamente” en cuanto ciencia “políticamente indiferente”. Esta situación de desconcierto, como veremos, se refleja también en la ciencia política italiana, no obstante que en Italia ningún estudioso se ha empeñado seriamente en un revisión de las premisas epistemológicas y los resultados cognoscitivos de la disciplina, a excepción de Domenico Fisichella (1985).

Almond y Easton reconocen no sólo lo inoportuno, sino además la imposibilidad teórica misma de tener fe en los empeños del programa conductista. Gabriel Almond refuta la idea de que la ciencia política deba proseguir sobre el camino de la imitación de las ciencias naturales, que llama “un flirt con metáforas equivocadas”; niega que el modelo nomológico-deductivo, con su implícita asunción determinista y causalista, sea de alguna utilidad para la explicación y la previsión de los fenómenos políticos-sociales; minimiza la utilidad de las axiomatizaciones lógico-matemáticas puesto que a su rigor formal corresponde una desarmante sencillez que las vuelve inadecuadas frente a la complejidad de los fenómenos políticos; aconseja el uso de teorías heurísticas “débiles” que no pretendan legitimarse con base en su poder explicativo-predictivo, sino que se limiten a “interpretar” y “comprender” la política como “un proceso de adaptación y logro de fines” en contextos decisionales sujetos a vínculos (Almond y Genco, 1977).

David Easton es aún más radical. En un cuidadoso examen retrospectivo del desarrollo de la ciencia política en Estados Unidos, Easton no vacila en relacionar el éxito de la disciplina (que afirmaba la neutralidad ideológica del científico político) con el mito del fin de las ideologías, mito que en realidad ocultaba, a su juicio, el incontrastado dominio de la ideología democrático-conservadora. De igual forma, Easton no duda en sostener que la ciencia política estadounidense ha tomado ventaja por el clima de persecución contra los liberales y los disidentes instaurado por el macartismo durante el primer lustro de los años cincuenta en tanto que, legitimando sobre el terreno teórico el desinterés por los problemas sociales y por la crítica política, ofrecía a los politólogos una zona franca donde sustraerse de los peligros del choque político e ideológico.

Según Easton, la falta de éxito de la ciencia política conductista se debe a su subestimación de las transformaciones reales en la sociedad estadunidense, a su incapacidad de previsión social, a su escasa atención a la dimensión histórica, a su confianza en una dogmática concepción del “método científico” deducida del neopositivismo, a su ingenua creencia en la neutralidad valorativa de la ciencia.

Después de la crisis del conductismo, la ciencia política estadounidense, sostiene Easton, carece de un punto de vista y de un fin común, está privada de tensión cognitiva e imaginación: en una palabra, está en una fase muy delicada de crisis respecto de su propia identidad disciplinaria. Y para salir de la crisis, Easton, al igual que Almond, propone abandonar las asunciones originarias del conductismo debido a sus conexiones con una idea de ciencia —la positivista— que se ha revelado insostenible. Desde el punto de vista de los niveles epistemológicos, la investigación política debe considerarse satisfactoria si logra recuperar las razones plausibles, aunque no “rigurosas”, del comportamiento político, junto con una capacidad de “comprensión” de los fenómenos que se refiera atentamente a los datos empíricos, pero que no pretenda fundarse sobre ellos en los términos cruciales de la verificación o falsación (Easton, 1985, p. 118).

LA “CIENCIA POLÍTICA” ITALIANA ENTRE SARTORI Y PASQUINO

¿Cómo reaccionan los politólogos italianos a esta situación de crisis de su disciplina en la tierra de sus orígenes? Giovanni Sartori sostiene que la ciencia política italiana siempre ha estado inmune de los defectos y excesos de la ciencia política estadounidense, que nunca ha sido propiamente ni conductista ni positivista, por lo que se encontraría hoy en una situación de ventaja respecto a Estados Unidos, sobre todo en lo que se refiere a la política comparada. No obstante esto, Sartori repropone la idea de que la ciencia política, en oposición a la filosofía política que a su juicio no produce un saber “controlable”, debe respetar “los cánones metodológicos del conocer empírico”. Y Sartori los identifica, una vez más, sine glossa, con el rigor lógico de las definiciones, la condición observable de los fenómenos, la verificabilidad empírica de las teorías, la acumulación de los conocimientos (Sartori, 1985, p. 118).

Como quiera que sea, la opinión de Giovanni Sartori parece representar una excepción, por cuanto autorizada. Intervenciones de Luigi Graciano (1984), Domenico Fisichella (1985), Alberto Marradi (1987), Stefano Bartolini (1986) y sobre todo, Gianfranco Pasquino (1986) muestran, respecto de Sartori, una muy alta sensibilidad frente a la situación de crisis de los “fundamentos” de su disciplina, y una dosis muy inferior de optimismo en relación con los resultados cognoscitivos alcanzados. Esta sensibilidad es a veces indirecta o parcialmente inconsciente, y se manifiesta a lo sumo en tentativas de compromiso epistemológico, en formulaciones inciertas y perplejas, o en la decisión de dejar en la sombra las cuestiones más candentes, como es el caso típico de la contribución metodológica de Stefano Bartolini en el Manuale di scienza della politica.

En mi opinión, este manual forja una indicación importante sobre el estado de la disciplina en Italia. Lo que en primer lugar parece probar, a despecho de un título demasiado comprometido, es su débil perfil metodológico, su sustancial ampliación disciplinaria. Se trata en realidad de una recopilación de ensayos dedicados a temas específicos, en ocasiones excelentes pero escasamente homogéneos entre sí, salvo por su implícita y “obvia” adhesión ideológica al marco de los valores democráticos occidentales. Su corte es primordialmente histórico-político y filosófico-político, las valoraciones son constantemente intercaladas con los análisis y las informaciones, aunque está ausente una explícita tematización crítica o reformadora. Casi nada, sin embargo, que recuerde y mucho menos convoque, a aplicar los cánones clásicos del conductismo, si se excluye el uso semánticamente retórico de términos como “cientificidad”, “observación”, “medición”, “control empírico”.

CONCLUSIÓN

En las páginas finales del ensayo “Natura ed evoluzione della disciplina” con el cual se abre el Manuale di scienza della politica que he citado ya varias veces, Gianfranco Pasquino señala en forma enérgica la exigencia de que la ciencia política se confronte de nuevo y se redefina respecto de la filosofía política, aceptando medirse con la rica complejidad de sus temas, muy por encima de toda batalla por la defensa de confines disciplinarios o por la conquista de mayores espacios académicos. Pasquino alienta la idea de que por la interacción entre científicos políticos y filósofos políticos emerja una nueva capacidad teórica, una nueva “teoría política”, en condiciones de medirse con la creciente complejidad de la realidad política contemporánea.

Considero muy interesante esta perspectiva, y más aún porque, junto con los postempiristas, pienso que no es posible trazar entre las dos disciplinas un riguroso confín de orden teórico, conceptual o lingüístico. En realidad, no disponemos de un estatuto epistemológico definido, y mucho menos definitivo, de las ciencias sociales y en particular de la ciencia política. En otras palabras, nuestros conocimientos sociales no tienen confines precisos ni fundamentos. Estamos todos, y es el mismo Pasquino quien lo recuerda (1986, p. 31), en la metafórica nave de Neurath, donde los marineros se empeñan en reparar y restructurar su nave en mar abierto, sosteniéndose sobre las viejas estructuras y sin la posibilidad de llevarla al muelle para reconstruirla desde el principio. Estamos todos involucrados en esta situación de circularidad.

Pero para que el diálogo entre filósofos y científicos de la política pueda tomarse en formas no puramente académicas y volverse fecundo también desde un punto de vista político, considero necesario que ambas disciplinas hagan con firmeza las cuentas con su historia y se liberen de una parte de su tradición. Asimismo, es necesario que ambas se ocupen mucho más de los “problemas” que de los “hechos” de la política, para no hablar sólo de los asuntos de método o de las rituales reverencias académicas por los clásicos del pensamiento político. Más que limitarse a promover recíprocas actiones finium regundorum, ambas disciplinas deberían recuperar sensibilidad e interés por las grandes interrogantes sociales y políticas de nuestro tiempo: del destino de la democracia en las sociedades complejas, dominadas por las tecnologías robóticas y telemáticas, a los crecientes poderes reflexivos del hombre sobre su ambiente y su misma identidad genética y antropológica; de la violencia creciente de las relaciones internacionales al abismo económico que separa los pueblos del área postindustrial del resto del mundo.

La filosofía política debería dejar a las espaldas algunos aspectos no secundarios de su tradición “vetero-europea”: su genérico humanismo, su moralismo, su tendencia especulativa a diseñar modelos de “óptima república”, su predilección por las grandes simplificaciones del mesianismo político, su desinterés por el análisis cuidadoso y resaltador de los fenómenos. En efecto, no parece que haya espacio, dentro de las sociedades complejas contemporáneas, para una filosofía política que pretenda “rehabilitar” y volver a recorrer los viejos caminos de la metafísica aristotélica o de la teología dogmática. Y de esto no parecen del todo conscientes los filósofos políticos italianos (Galli, 1988; Duso, 1988; Gozzi y Schiera, 1987) que, después de haber puesto brillantemente en duda el código “modelo” de las certezas vulgo-democráticas, se dirigen nostálgicos, en compañía de Carl Schmitt, Leo Strauss y Eric Voegelin, a la tradición teológico-metafísica, con su cortejo de ingenuidades ontológicas, de dogmatismos morales y de concepciones políticas jerárquicas y autoritarias. Tampoco parece haber espacio para una recuperación del moralismo iusnaturalista, en sus variantes utilitaristas o contractualistas (Veca, 1988), que se revelan poco más que esquemas elementales de justificación de los arreglos económicos-políticos existentes. Esquemas que la creciente complejidad social vuelve entre otras cosas ineficaces, incluso desde el punto de vista apologético.



La ciencia política, por su parte, debería liberarse de su obsesión metodológica, de las presunciones de su ideología cientificista, de su imposible aspiración a la neutralidad valorativa, de su débil sensibilidad por la historia y el cambio social. Con todo, la ciencia política no debería renunciar a su lección de rigor y claridad conceptuales, ni disminuir su vocación por la indagación “empírica” sobre la política, si esto significa, una vez abandonados los prejuicios positivistas, actividad de información, documentación y estudio comparativo de los sistemas políticos contemporáneos, sin la cual no se construye alguna “teoría política” digna de tal nombre.

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viernes, 9 de marzo de 2007

¿Cómo enseñar Ciencia Política? por Dieter Nohlen

Conferencia pronunciada en el Instituto de Asuntos Públicos de la Universidad de Chile el 11-04-2002.

Como bien es sabido, la Ciencia Política es una disciplina de mucha tradición. Se remonta a los tiempos griegos. Es la disciplina madre de muchas otras disciplinas, cuando con el correr del tiempo se formaron dentro de su seno ámbitos del saber que posteriormente se desvincularon de ella y formaron disciplinas independientes y autónomas, como por ejemplo la economía, mejor dicho la economía nacional. Esto es cierto para varias disciplinas especializadas que hoy rodean a la Ciencia Política. La sociología, sin embargo, no nace de su ámbito sino que se desarrolla independientemente y mucho más tarde a partir de la segunda mitad del siglo XIX, justo en el momento en que la Ciencia Política, por el proceso de desintegración que había vivido durante siglos, prácticamente había dejado de existir. A comienzos del siglo XX renace la Ciencia Política. Se la funda en Estados Unidos, se la refunda en Europa, crece entre las guerras, sufre durante los totalitarismos en Europa, mientras que la emigración a Estados Unidos de muchos científicos europeos – y sobre todo alemanes- da un gran impulso para un mayor desarrollo de la disciplina en Norteamérica que, desde entonces, pasa a dominar la Ciencia Política a nivel mundial.Así, finalizada la Segunda Guerra Mundial, en el contexto de la redemocratización en Europa, la Ciencia política retoma su evolución anterior a la guerra y recibe fuertes impulsos y orientaciones de parte de la Ciencia Política norteamericana.

En Alemania, especialmente, recobra importancia sobre todo por su intima relación con el desarrollo de la democracia. A diferencia de la sociología, que cultiva su auto percepción y función de disciplina crítica de la realidad (piénsese en la famosa Escuela de Francfort de Horkheimer, Adorno, Marcuse) la ciencia política en ese país se desarrolla como ciencia de y para la democracia, como ciencia que enseña la democracia, como ciencia en apoyo a la democracia. Sería esa función auto adscrita que le facilitaría a la Ciencia Política el reencuentro de su lugar en el espectro de las ciencias del espíritu en las universidades alemanas. Sólo posteriormente, con la consolidación de la democracia, y bajo la permanente influencia de la Ciencia Política norteamericana, la Ciencia Política en Alemania toma un desarrollo en dirección a una disciplina normal, una disciplina enraizada en las ciencias sociales, más amplia en sus funciones en cuanto a áreas de estudio, funciones de investigación, crítica a la realidad, consultora para actores políticos y por sobre todo la función de la enseñanza universitaria.

Relato esto para dar a entender que la Ciencia Política tiene una larga historia marcada –en cuanto disciplina científica- por grandes convulsiones e íntimas vinculaciones con el desarrollo político mismo, o sea por factores internos y externos a la disciplina. Es sobre todo esta última dependencia la que contribuye a que –pensando en comparaciones internacionales- cada Ciencias Política tenga características propias, influidas por el propio desarrollo político del país. Quien les habla viene de un país en el que hoy en día la Ciencia Política está bien enraizada en el panorama de las humanidades. Las reflexiones sobre la disciplina y sobre cómo enseñarla tienen este trasfondo histórico y contextual.

Cuando uno plantea una pregunta no siempre es importante recibir una respuesta. Los cuestionamientos pueden también impulsar reflexiones. La pregunta del título de nuestra charla se entiende como una invitación a tales reflexiones. Me voy a referir a cuatro dimensiones de reflexión:

La primera se refiere al campo o cuerpo de conocimiento que engloba la Ciencia Política. Allí se desarrollan dos ideas: por un lado, lo que son sus áreas para una diferenciación interna de la disciplina y, por el otro, lo que son las áreas propias necesarias para poder formar una disciplina temáticamente completa.

La segunda dimensión se refiere –tomando en cuenta el objeto de estudio de la Ciencia Política y sus consecuencias epistemológicas- a la lógica y la metodología de la disciplina.

La tercera dimensión se refiere a un método específico cuya enseñanza me parece de primer orden: el método comparativo.

La cuarta dimensión, finalmente, se refiere a la enseñanza de la disciplina en un nivel de abstracción que dista lo suficiente de la política cotidiana para que el alumnado entienda que política y Ciencia Política son dos cosas distintas, en primer lugar por los objetivos diferentes y los correspondientes tipos de argumentos que caracterizan sendos discursos.

1. Respecto a la primera dimensión: en términos generales, hay que diferenciar entre tres áreas que forman el cuerpo de materias de docencia en Ciencia Política.La primera área constituye la teoría política, que incluye en verdad tres campos: a) la historia de las ideas o la filosofía política, b) la teoría política moderna, o sea las grandes corrientes teóricas, las teorías de gran alcance y las metateorías o los paradigmas científicos y, finalmente, c) la metodología en ciencias sociales. La importancia de esta área tan heterogénea reside, en la enseñanza, en su contribución al desarrollo de un conocimiento de los fundamentos de la política en cuanto a lo normativo y a lo teórico por un lado, y lo metodológico en el estudio de la política por el otro.

La segunda área engloba a la política comparada, que incluye las tres dimensiones de la política que debido a limitaciones idiomáticas ni en alemán ni en castellano podemos diferenciar conceptualmente bien: polity, politics y policy, o sea la forma, el proceso y el contenido de la política.

La tercera área está conformada por las relaciones internacionales que incluyen por ejemplo la política exterior, las organizaciones internacionales, lo intergubernamental y –cada día más- lo intersocietal y, finalmente, lo supranacional, si nos referimos a procesos de integración.

Puede darse el caso de que un instituto de Ciencia Política ofrezca enseñanza adecuada en las tres áreas, pues están íntimamente vinculadas en términos de que la falta de una de ellas pone en peligro una comprensión cabal del fenómeno de la política. No en vano la Ciencia Política se entiende como ciencia integradora: el objeto de estudio, la política, no se define a través de un sólo concepto, una sola dimensión, un solo enfoque, un único método. La Ciencia Política, por consiguiente, no se define tampoco por una sola materia que conceptualmente se pueda asociar con la política.Se observa, sin embargo, que en algunos países las materias polity, politics y policy, están separadas en forma de una dispersión en institutos diferentes según las áreas señaladas. Incluso hay casos en que se han creado institutos separados en una misma universidad en el área de la política comparada. Hay razones en el campo de la investigación para enfatizar la especialización, pues como decía ya Max Weber a principios del siglo pasado (en La ciencia como vocación), “la obra realmente importante y definitiva es siempre obra de especialistas”. Sin embargo, en la enseñanza, me parece importante transmitir el alcance de la política en su expresión real y -aún más importante- la relación e interrelación de los fenómenos políticos de las diferentes áreas. Por ejemplo, si en relaciones internacionales la tesis más confirmada hasta hoy día es que Estados democráticos no conducen ninguna guerra entre ellos, es muy importante entonces que el estudioso conozca la democracia como forma (polity) y proceso (politics), las condiciones internas que llevan a que la democracia –en cuanto a resultado (policy)- se comporten a nivel internacional de manera de confirmar continuamente desde hace siglos esta regla.

Aún más ilustrativo es el caso de las dimensiones de la política en el área de la política comparada. Prácticamente no hay ningún fenómeno político en esta área por entender o explicar en el cual no estén involucrados aspectos de polity, politics y policy. Tomemos el caso de cualquier política pública: en el famoso círculo de una política pública (o policy cycle) entran desde un inicio de su desarrollo cuestiones del sistema político, de la institucionalidad dada, cuestiones de las relaciones de poder, de intereses y valores, la estructura de conflicto en el sistema de partidos políticos y los tipos de formación de consenso, etcétera. Si se diseñan políticas públicas sin tomar en cuenta esas variables de estructura y procesos, no se llega muy lejos. Si no se enseña la interrelación de las policies con politics y polity, el estudiante va a desarrollar un conocimiento poco realista, parcializado y poco adecuado de la política.

2. Respecto a la segunda dimensión, la analítica, quisiera hacer hincapié en la importancia que tienen la lógica y el método en la enseñanza de la Ciencia Política. Esta orientación es especialmente valiosa debido a la dificultad que el objeto de estudio, la política, contiene para su análisis.

La especial dificultad que enfrenta la Ciencia Política se hace notable, sobre todo comparando nuestra disciplina con la economía en cuanto a sus respectivos objetos de estudio y las consecuencias científicas o metodológicas que sus diferencias traen consigo. “Primero el economista observa” como decía Giovanni Sartori (La política. Lógica y métodos en ciencias sociales, pág. 62), “los comportamientos económicos, comportamientos guiados por un sólo criterio identificado y constante: llevar al máximo el beneficio, la utilidad o el interés económico. Segundo, los comportamientos económicos son expresables…en valores monetarios, es decir en valores cuantitativos”. Así, “el economista encuentra una medida incorporada a los comportamientos observados: el homo oeconomicus razona con números, con valores monetarios”. Con base en esto, el economista pudo desarrollar un lenguaje especial, cuyos conceptos, por ejemplo valor, costo, precio, mercado, están claramente establecidos y no vuelven a ser discutidos cada vez que se los utiliza.

El politólogo, sin embargo, observa comportamientos políticos guiados por éste u otro criterio, o sea, por criterios diferentes y cambiantes que por lo demás –en su gran mayoría- son difíciles de expresar en términos cuantitativos. Sus métodos, por un lado, tienen que contemplar la peculiaridad y la naturaleza sui generis de su objeto de estudio, y la lógica de la investigación. Por el otro lado, tiene que ser discutida con todos y cada uno de los diseños de investigación. Es obvio que la economía se encuentra en una situación científica privilegiada que tiene su origen en el carácter del objeto de estudio, a partir del cual –en el caso de la economía- fue posible un desarrollo de cientificidad menos cuestionado que en el caso de la Ciencia Política. Por esta enorme distancia que separa a la Ciencia Política de la economía, es conveniente referirse también a la interrelación entre ambas ciencias sociales y recordar lo que el erudito economista Albert O. Hirschman (ya en 1979) puso de manifiesto. Hirschman diferenció entre tres categorías: valoró positivamente la posibilidad de la interacción entre ambas disciplinas, por ejemplo cuando la Ciencia Política podría aprovechar en sus estudios los resultados científicos de la economía. También valoró como positiva la interacción en áreas donde los objetos de estudio en economía y en política ostentan estructuras análogas, llamando la atención al campo limitado de objetos que presentan estas condiciones. En términos generales, estimó positiva estas dos categorías de interacción porque se respeta la autonomía de lo político.

Vale la pena repetirlo: los conceptos en Ciencia Política no alcanzan el grado de homogeneidad y constancia que tienen aquellos del lenguaje del economista, lo que obliga a enseñar su contenido plural, su natural vinculación con intereses cognoscitivos y valores en el lenguaje político y los criterios de su formación conforme a reglas y circunstancias para su uso en el análisis pollitológico. Una de las mayores necesidades de la enseñanza de nuestra disciplina consiste en transmitirle al alumnado que los conceptos no sólo son fundamentales para el análisis y el diálogo científicos, que su definición no es solo una conditio sine qua non del conocimiento científico, sino que además tienen que alejarse de ontologismos y esencialismos y corresponder a criterios de utilidad científica.La definición de un concepto no equivale a una profesión de fe para encarnar una verdad propia del estudioso, sino a un examen lógico de su alcance, es decir sus límites (lo que incluye, lo que excluye) y su adecuación semántica a los objetivos de conocimiento. Para dar un ejemplo: la democracia es un concepto sin definición precisa universalmente aceptada. Se la puede definir en términos de Robert A. Dahl (1971), quien hizo hincapié en dos criterios: participación y pluralismo político. Es una definición por cierto estrecha y limitada, pero bien operacionalizable y mensurable. Es evidente que cada uno de nosotros podría preferir una definición más amplia, más esencialista, más normativa, en la cual entrara todo lo bueno y lo hermoso de un orden deseado. Sin embargo, tal concepto no serviría mucho para el análisis científico, pues si cada uno tuviera su concepto normativo del fenómeno en estudio, resultaría difícil llegar a resultados intersubjetivamente transmisibles.

Otra dificultad se presenta al ampliar el concepto del fenómeno en estudio de tal manera que algunos factores que interesan ser investigados respecto a su relación, entren como elementos del mismo concepto. El origen de esta conceptuación equivocada reside en confundir el ámbito del problema con el concepto mismo, como bien me señaló mi asistente de investigación Claudia Zilla. Un buen ejemplo de esto lo brinda, nuevamente, el concepto de democracia, cuando se le incluyen también los problemas que la atañen, por ejemplo su relación con la sociedad. Esto se da cuando se define como democracia sólo a aquel sistema político que se erige sobre las bases de una sociedad democrática. Con esta conceptuación se pierde de vista la relación política y científicamente importante entre tipo de sistema político y tipo de sociedad en términos de una homogeneidad necesaria, en términos de desfases y consecuencias y en términos de su desarrollo en el tiempo.

Al estudiantado se le debe enseñar la formación y el uso de las clasificaciones, de los tipos, de los tipos ideales y de las tipologías, sus funciones y alcance científico. Hace poco, un ejercicio con un grupo de posgraduados me puso en evidencia la falta de práctica en eso. En Ciencia Política trabajamos mucho con dicotomías y trilogías o tríadas. El ejercicio constaba en encontrar, en el mundo de las formas políticas, alternativas que correspondieran a este tipo de ordenamiento de los fenómenos. Ninguna de las cinco respuestas que recibimos fue correcta. O no se respetaba el objeto, las formas de gobierno o se mezclaba el objeto con algo que no se refería al objeto, o los fenómenos que se mencionaban no eran de carácter disyuntivo.En resumen: vale poner énfasis en la enseñanza de la Ciencia Política en la lógica del conocimiento. Hay que enseñar a pensar lógica y sistemáticamente. Lo que equivale a enseñar a diferenciar en lo conceptual entre niveles de abstracción, categorías, diferencias de grado, etcétera. Saber diferenciar hace la diferencia entre un interesado y un estudioso de la política.

3. Respecto a la tercera dimensión y la sugerencia de enseñar el cómo comparar, vale distinguir entre dos líneas de comparación: la comparación histórica y la comparación internacional. Según mi experiencia, la comparación histórica es la que se ejerce fácilmente en América Latina. En dialogo con cientistas sociales de la región me ocurrió bastante veces que una pregunta acerca de la estructura -por ejemplo- del sistema de partidos me fuera contestada mediante un recuento de la historia de los partidos políticos. O sea, la entrada a la reflexión politológica en la región es más bien histórico-cronológica y mucho menos sistemático-comparativa. La enseñanza tendría que favorecer esta última perspectiva, nutriéndose de comparaciones internacionales que constituyen las bases para tipologías y apreciaciones empíricas. Pues es importante señalar que para bien diferenciar y valorar un fenómeno es imprescindible compararlo.El comparar, sin embargo, no es tan sencillo y tiene que ser aprendido. Lo primero que hay que enseñar es que comparar implica escoger prudentemente con qué comparar dentro de un alto número de posibles referentes. Vale reflexionar sobre cual referente es racionalmente el más adecuado, el más plausible y evitar escoger un referente científicamente poco válido, pues la comparación se presta también a confusiones y distorsiones que -en el campo político o cuando el cientista sólo opina y se mueve en la política- a veces son intencionadas.

Lo segundo que vale destacar en este contexto es el carácter del método científico de la comparación, a mi modo de ver el método más típico de la Ciencia Política. Enseñar a comparar significa de este modo familiarizar al alumnado con el método más importante de la Ciencia Política. Sin embargo, no existe ninguna receta del método comparativo válida para cualquier caso en estudio. Por otra parte, el método comparativo consta de diferentes estrategias de investigación que consisten en jugar en el diseño de la investigación con la homogeneidad y la heterogeneidad del contexto, por un lado, y con la concordancia y diferencias de variables, por el otro. Cada diseño de investigación debe ser estructurado acorde a las propias características del material en estudio y del interés de conocimiento. El método comparativo se aplica en estudios cuantitativos y cualitativos, cada uno con su metodología específica, y dentro de cada área con variantes. De modo que, al tomar la decisión de aplicar el método comparativo, no está resuelta la cuestión del método, sino que recién ahí empieza justamente la reflexión metodológica.

Dado que el método comparativo es el método en las ciencias sociales pensado para sustituir al método experimental (véase al respecto los clásicos de J.St. Mill y E. Durkheim), la enseñanza de la Ciencia Política debería abordar también la cuestión de la causalidad en las ciencias sociales. Abundan tesis monocausales y unilineales en nuestra disciplina, resultadas del tipo de formación de teorías deductivistas. Respecto a la comparación, ella abre las perspectivas adecuadas para el estudio de casos empíricos que pueden operar como casos de control. Es importante enseñar la función de la comparación como instrumento de comprobación o falsificación de las teorías. Por lo demás, la comparación induce a la formación de teorías de tipo inductivista.

Relacionado con esta diferencia de génesis de las teorías, es importante enseñar los tipos de teorías que se formulan en nuestra disciplina, los tipos de teoría micro, macro, específicas y universales, etcétera y señalar que las teorías de medio alcance, es decir, las que mantienen relación con el espacio y el tiempo, son las más adecuadas y mejor experimentadas en Ciencia Política.

4. Respecto a la cuarta dimensión, no sólo la reflexión científica necesita cierta distancia del quehacer político cotidiano, sino también la enseñanza de la Ciencia Política.

Es bien notorio el interés en Chile y América Latina por referirse con prioridad a la política misma del momento, por intercambiar opiniones al respecto: existe la tentación de que el intercambio se politice, que la posición ideológica sustituya al argumento razonable, que la contingencia política se apodere de la Ciencia Política de modo que –al final de cuentas- la Ciencia Política se percibe como parte de la política. Recuérdense los tiempos de las ciencias sociales comprometidas, cuando incluso se postulaba que las ciencias sociales tendrían que ser parte integral de la lucha por la revolución social y política. Es cierto que la Ciencia Política no es neutra, no es objetiva en términos de que se pueda desvincular totalmente de intereses cognoscitivos, de valores y de objetivos social-tecnológicos. Sin embargo, estos parámetros tienen su plena legitimidad sólo en el contexto del surgimiento de una investigación y en el de la aplicación de sus resultados, pero tienen que suprimirse o desaparecer en el contexto interno de argumentación científica.

Aquí vale el argumento bien probable o bien probado, la teoría bien comprobada o refutada por el control empírico o de consistencia teórica. Para que este proceso argumentativo en el desarrollo de la investigación tenga su lugar también en la enseñanza de la Ciencia Política, parece conveniente distanciarse de la “sterile aufgeregtheit” (excitación estéril) de la política cotidiana, como diría Max Weber (en La política como vocación), y plantear la enseñanza de la Ciencia Política a un nivel de abstracción más alto, algo lejano y fuera de la política, donde sea posible observar la política sine ira et Studio.

Estoy llegando al fin de mi ensayo. Para resumir: mis reflexiones originadas en la pregunta de cómo enseñar Ciencia Política, conducen a sugerir cuatro orientaciones.La primera sugerencia se refiere al cuerpo material o de contenido de la disciplina, consistente en enseñar la Ciencia Política de modo de integrar a las diferentes áreas de la disciplina.

La segunda sugerencia se refiere a las herramientas conceptuales de la disciplina y consiste en enseñar a saber diferenciar.

La tercera sugerencia se refiere a la perspectiva analítica de la disciplina, consistente en enseñar el arte y método de saber comparar.

La cuarta sugerencia se refiere a la argumentación científica (en alemán Begründungszusammenhang) de la disciplina y consiste en enseñar la capacidad de abstraer.

Quisiera terminar con una observación final: las últimas tres sugerencias se pueden resumir en una sola que tiene un alcance mayor a la de la enseñanza universitaria de la Ciencia Política; reside en sustituir la cultura de la opinión por la cultura del argumento. Aunque con un significado que va más allá de la universidad, es en sus aulas donde este proceso debe iniciarse.

Dieter Nohlen estudió ciencia política, historia y literatura francesa en las universidades de Colonia, Montpellier y Heidelberg. Es profesor titular emérito de la Universidad de Heidelberg, Alemania.

Autor de un sinnúmero de libros en idioma alemán, inglés y castellano, con traducciones a otros idiomas. Entre los escritos en castellano e inglés destacan: Sistemas electorales del mundo (1981), Presidencialismo versus parlamentarismo (1991), Descentralización política y consolidación democrática (1991), Enciclopedia electoral latinoamericana y del Caribe (1993), Sistemas electorales y partidos políticos (1994, 3a. ed. 2004), Elections and Electoral Systems (1996), Tratado de derecho electoral comparado de América Latina (1998, 2a. ed. 2006), El presidencialismo renovado (1998), Elections in Africa (1999), Elections in Asia and the Pacific (2 tomos, 2002), El contexto hace la diferencia (2003, editado por Claudia Zilla), Elections in the Americas (2 tomos, 2005), Diccionario de Ciencia política (2 tomos, 2006) y El institucionalismo contextualizado (2006, editado por Richard Ortiz Ortiz).Nohlen fue galardonado con el Premio Max Planck de Investigación (1990), el Premio Libro del Ano (1995), el Premio de Investigación sobre España y América Latina (2000) y el Diploma honoris causa de Administración Electoral de la Universidad Panthéon Paris II (2005).