viernes, 9 de febrero de 2007

Racismo, exclusión, marginalidad y CVR


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Un segundo tema que me parece muy importante plantear a partir de la evaluación del papel de los partidos durante los años del conflicto armado interno es un tema muy de fondo que plantea el informe de la CVR: cómo fue posible que se desarrollara en el país un conflicto tan grave y cruento, y por qué ni los partidos ni la sociedad civil en su conjunto actuaron de maneras más decididas y adecuadas; y qué agenda y tareas para el futuro se desprende de ello, especialmente para los partidos. En la medida en que éstos son los llamados a representar los intereses de la sociedad, expresar sus necesidades y demandas, ¿por qué no lo hicieron propiamente durante los años del conflicto armado interno? ¿Qué lecciones deja esto para los partidos hoy, que buscan reencontrarse con la población y adecuarse a la nueva ley de partidos y diversos cambios institucionales en marcha?

Según el informe de la CVR, la magnitud, duración y dinámica del conflicto expresaría algo muy profundo de la naturaleza del país, que va más allá de las relaciones entre civiles y militares, o de las debilidades institucionales del régimen democrático. Expresaría sus fracturas fundamentales[1]. ¿Cuáles serían éstas y cómo analizarlas? Creo que el informe final de la CVR muestra una cierta ambigüedad entre lo que llamaría el énfasis en la exclusión y el énfasis en la marginalidad. La diferencia no es solamente una exquisitez académica. Hablar de exclusión supone hablar de un orden compartido donde hay privilegiados y excluidos, donde unos se imponen a otros, y la tarea es romper con las barreras que impiden el acceso de los subordinados a ese orden. Las tareas que derivan de este diagnóstico pasarían por el reconocimiento de derechos, la apertura de espacios de participación, por ejemplo. Hablar de marginalidad es algo totalmente diferente. Acá el problema es precisamente que no existe un orden compartido, más precisamente que en el Perú hay un orden básico, que a mi juicio es el de una modernidad y una democracia precarias, pero modernas y democráticas al final; y el drama es que hay bolsones de población significativos que han quedado desconectados de ese Perú; a esa población, el reconocimiento de derechos o los espacios participativos simplemente no los afecta ni concierne. En este caso, de un lado hay indiferencia, y del otro, ausencia de “voz”, escasas capacidades de acción colectiva y movilización, con lo que terminan siendo sistemáticamente desatendidos. Llegar a estos sectores implica iniciativas específicamente dirigidas a esos sectores, que requieren de una gran voluntad política de las élites, porque, precisamente por su marginalidad, no cuentan en los cálculos políticos[2].

Veamos esto con más detalle, empezando por la lectura de la exclusión. Véase por ejemplo el acápite 2, “Violencia y desigualdad racial y étnica”, del capítulo 2, “El impacto diferenciado de la violencia”, dentro del tomo VIII, que está a su vez dentro de la segunda parte del informe final (“Los factores que hicieron posible la violencia”). En ese acápite se desarrolla el argumento de la indiferencia y del racismo, y se señala que:

“Aunque el conflicto se desató en Ayacucho desde mayo de 1980, diversos sectores del país fueron prácticamente indiferentes a la tragedia, hasta que la violencia alcanzó también a quienes eran considerados como ciudadanos de pleno derecho. Dos hechos resultan paradigmáticos al respecto: la masacre de ocho periodistas en la comunidad de Uchuraccay el 26 de enero de 1983 y la explosión de un coche bomba en la calle Tarata del distrito limeño de Miraflores el 16 de julio de 1992. Sólo cuando ocurrieron estos sucesos, muchos peruanos sintieron que la violencia también les afectaba. No ocurrió esto en los procesos de violencia ocurridos en Argentina, Chile y Uruguay, donde sí existe una memoria pública influyente sobre lo ocurrido, aunque el número de víctimas fue menor que en el Perú. Esta comparación revela una de las dimensiones complejas de la violencia peruana: la distinta valoración de las víctimas. Debido al racismo y la subestimación como ciudadanos de aquellas personas de origen indígena, rural y pobre, la muerte de miles de quechuahablantes fue inadvertida por la opinión pública nacional” (íbid., p. 90).

Este tipo de aproximación está presente en varias partes del informe final, ver por ejemplo el prólogo de Salomón Lerner al mismo, entre muchos otros pasajes. En el debate público, se suele apelar también al argumento de la indiferencia y del racismo para resaltar el desconcertante hecho de que la CVR haya estimado en cerca de 70,000 el número de víctimas del conflicto armado interno, casi el triple de la cifra de 25,000 que se manejaba hasta entonces. ¿Cómo tantas muertes pudieron pasar desapercibidas? La respuesta sería por la indiferencia de la opinión pública en las ciudades y de las élites políticas y sociales frente a lo que pasaba en el campo, y sería muestra de que el país estaría marcado por la exclusión y subordinación de esos sectores[3].

Sin embargo, el informe también permite otra lectura, a mi juicio más adecuada, y pone retos, me temo, más difíciles hacia delante; esta sería la lectura de la marginalidad. En esta línea, el país en 1980 daba un paso decisivo en un proceso que provenía de décadas atrás, signado por mayor integración, democratización social y modernización, por medio de la instalación de un régimen democrático plenamente incluyente. Y el conflicto iniciado por Sendero iba a contracorriente de los procesos más importantes que vivía el país, y se asentó allí donde esos procesos eran inacabados o inexistentes. Según el informe de la CVR[4], el conflicto fue más acentuado en las zonas de “procesos de modernización inacabados”, específicamente el nororiente, donde el tema del narcotráfico es central, la selva central (afectando fundamentalmente a los asháninkas y colonos), algunos centros en las ciudades, pero fundamentalmente en las “sociedades rurales de alta conflictividad”:

“no todo el ámbito rural fue receptivo a la prédica y a las acciones de los grupos alzados en armas. Las sociedades rurales con campesinos beneficiarios de la reforma agraria (los valles de la costa peruana, la zona norte de Cajamarca, el Valle Sagrado en Cusco) o espacios comunales con recursos y alta integración al mercado (el valle del Mantaro, por ejemplo), tendieron a mantenerse al margen de la violencia” (tomo I, sección primera, “Exposición general del proceso”, capítulo 2, “El despliegue regional”, p. 79).

Por el contrario, la violencia fue más intensa cuando involucró conflictos entre comunidades y empresas asociativas, o cuando se trató de conflictos “privatizados”, e internos al mundo comunal, en contextos de extrema pobreza rural:

“Estos eran […] contextos rurales muy pobres con mayoría de población quechuahablante y analfabeta, por lo cual nunca habían estado integrados a través del voto en los procesos electorales. Eran zonas mal comunicadas con los mercados, inmersas en sus propios problemas [subrayado mío], desestabilizadas por antiguos conflictos de linderos o por el acceso diferenciados a tierras y sometidas a situaciones de abuso de poder o del ejercicio ilegitimo del poder” (íbid., p. 81).

¿De qué situaciones de abuso hablamos?:

“Diversas situaciones de conflicto y descontento fueron la puerta de entrada del PCP-SL. Casos de antiguos conflictos entre anexos y capitales de distrito, que monopolizaban el poder local y eran sedes de pobladores con más recursos, suscitaron ataques y asesinatos (juicios populares) que tuvieron la adhesión de los más pobres (los anexos). [En otros casos] la poca aceptación de los comuneros del discurso y la práctica del ‘nuevo poder’ llevó a un conflicto más bien generacional de enorme violencia: el de jóvenes con mayor educación, pero aún sin acceso a recursos, radicalizados por la prédica del PCP-SL, contra los adultos (sus padres) reaccionarios” (ibidem, p. 82).

Pocos han reparado a mi juicio en el hecho de que una parte significativa (aunque difícilmente cuantificable) de las muertes registradas por la CVR, si bien se dan en el contexto de la guerra, no se dan estrictamente por la intervención del senderismo o las FF.AA., y no responden al esquema de una población inerme “entre dos fuegos”. Estas muertes se dan porque la población o sectores de ella aprovecha la presencia de actores armados para “ajustar cuentas” y resolver por medios violentos (en ocasiones excesivamente sanguinarios) conflictos al interior de las comunidades o entre éstas. Así, encontramos casos de acusaciones de “soplonaje” ante el senderismo o acusaciones de colaboración con los “terrucos” ante el ejército, para propiciar represalias. Se trata de conflictos de distinto tipo: disputas por propiedad de tierras, linderos, acceso a pastos o aguas, que se exacerban por la ausencia de instituciones capaces de administrar justicia[5]. En informe de la CVR presenta casos de varios tipos: algunos de ellos en efecto presentan a una población atrapada entre dos fuegos, pero en otros la población aparece tomando iniciativas y aprovechando la situación de la guerra para dirimir conflictos inter e intra comunales.

“De esta manera, a mediados de los años ochenta, cada vez más campesinos se ven involucrados en la guerra. La noción de un campesinado atrapado entre dos fuegos se ajusta cada vez menos a la realidad. Ahora son actores de la guerra y la guerra campesina contra el Estado que había propagado el PCP-SL concluyó, en muchos casos, en enfrentamientos entre los mismos campesinos [subrayado mío]”[6].

Estas muertes suelen ser atribuidas mayormente a Sendero, lo que, si bien es correcto, no deja ver que detrás de la acción de comisarios políticos, de la “fuerza principal” senderista se encontraba “la fuerza local” y la “fuerza de base”, “conformada en su totalidad por los habitantes de los poblados en donde había incursionado Sendero Luminoso y eran captados […] constituían la reserva de la Fuerza Local y de la Fuerza Principal. En general, no contaban con armas de fuego, sino con otras elementales, lanzas, machetes, etc. Servían básicamente para tareas de vigilancia, almacenamiento, etc. Y acompañaban a las FP o FL cuando hacían incursiones en otras comunidades a las que había que dominar” [subrayado mío] (tomo II, sección segunda, “Los actores del conflicto”, capítulo 1, “Los actores armados”,apartado 1, “El Partido Comunista del Perú – Sendero Luminoso”, p. 98). Kimberly Theindon (2004) llama la atención de cómo la participación de las comunidades en incursiones de sendero hoy trata de ser ocultada, y cómo los campesinos se presentan ahora como víctimas y no como victimarios:

“En el centro-sur (…) Las comunidades fueron tildadas de ´zonas rojas´ y, dado el resultado del conflicto armado, esta historia confiere un estigma vigente hasta hoy (…) Además, si bien satanizar al PCP-SL es socialmente aceptado, hay mucho menos espacio discursivo para hablar de por qué se apoyó a Sendero. Hay un contrato ´Faustiano´ aquí: los campesinos centro-sureños pueden ejercer influencia hoy si retrospectivamente adoptan el papel de víctimas durante el conflicto armado interno. Cuanto menos se presenten como protagonistas en ese entonces, más persuasivos serán sus reclamos frente al Estado ahora. Así, la gran mayoría de los miembros de estas comunidades intenta construir sus narrativas a una notable distancia de cualquier simpatía por Sendero” (p. Theidon, 2004, p. 232).

El punto que quiero enfatizar es que estamos hablando de zonas rurales pobres, mal comunicadas, “inmersas en sus propios problemas”, aisladas, envueltas en conflictos entre padres e hijos en las comunidades, o entre caseríos y anexos y capitales de distrito, es decir, conflictos privatizados, usando el término que emplea la CVR, en donde tenemos una suerte de orden pre-hobbesiano; situación acentuada por la dinámica de un conflicto en el que la ausencia de un Estado de derecho, de una autoridad legal legítima, y por supuesto sin partidos o gremios y organizaciones sociales consolidados, llevó a que se terminara instaurando una suerte de “estado de naturaleza” en el que afloraron diversos conflictos locales con un alto grado de violencia. Así por ejemplo, cuando la CVR analiza “La violencia en las comunidades de Lucanamarca, Sancos y Sacsamarca”, señala:

“… el ´nuevo Estado´ que el PCP-SL ofrecía se construía en una realidad cultural y política compleja, que haría de la violencia un vaso de agua rebalsado por pequeños conflictos locales. Así, lo que en un primer momento significó orden, terminó convirtiéndose en un escenario teñido por pequeños conflictos locales y familiares que exacerbaron los conflictos previos. La transformación del comportamiento en el contexto del conflicto armado interno muestra cómo los campesinos alteraron sus valores a tal punto que, en ciertas circunstancias, fueron capaces de llegar a matar a sus vecinos y familiares” (p. 68)[7].

Siendo las cosas así, algunos fenómenos pueden mirarse de maneras diferentes. Por el ejemplo, cómo fue posible que si el número estimado de víctimas por la CVR es de 70,000 sólo hayamos tenido registro de unos 25,000, por obra de instituciones defensoras de los derechos humanos y de la Defensoría del Pueblo. Si muchas de las muertes son producto de esos conflictos privatizados, no tenía sentido denunciarlos ante autoridades u organismos de derechos humanos. Más bien, la lógica es encubrirlos; detrás de la enorme diferencia de números no habría habido indiferencia o racismo por parte de las instituciones del Estado, sino una lógica de ocultamiento de conflictos locales por parte de los propios protagonistas. Esto ayuda a entender también el escaso entusiasmo con el informe de la CVR entre las propias víctimas del conflicto armado interno, en las zonas más afectadas por éste, más allá de algunas organizaciones de familiares de desaparecidos y de organizaciones de defensa de los derechos humanos.

Esto nos permite también reexaminar la discusión sobre la supuesta “indiferencia” de la sociedad peruana ante las muertes que ocurrían en el campo, y el supuesto racismo que expresaría. Se dice que los habitantes en los centros urbanos sólo reaccionaron en el momento final del conflicto, y que ellos sería expresión de racismo. La relación entre una cosa y la otra no es para nada evidente. En realidad, es totalmente lógico que los habitantes de las ciudades se preocuparan más por la violencia cuando la tuvieron cerca, que cuando la tenían lejos, en el campo. Los datos que proporciona la CVR muestran precisamente que sólo en los últimos años del conflicto la violencia se intensificó en las ciudades: el número de atentados y muertos en la ciudades, alcanzó su punto más alto entre 1988 y 1993, especialmente entre 1991 y 1993. ¿No es un comportamiento más bien lógico y esperable el de los habitantes de las ciudades[8]?

Considero que el argumento que enfatiza el tema de la indiferencia y el racismo para dar cuenta la dinámica del conflicto es atractivo por ser políticamente correcto, aunque en realidad no sea el más adecuado. Esto no significa por supuesto negar que el racismo sea un problema en el Perú, y que haya intervenido en otros aspectos de los temas estudiados por la CVR. Pienso que el problema del racismo es en sí mismo lo suficientemente serio como para, además, magnificarlo innecesariamente[9]. Esto permite mirar también de otra manera la actuación de las élites políticas y partidarias y la magnitud de los desafíos por delante.

Considero que, en realidad, la mayor parte del país, y por supuesto nuestra élite política, era parte de los desordenados procesos de modernización y democratización social que venían de décadas atrás, lo que Matos Mar llamó el “desborde del Perú informal” (1984); en la década de los años ochenta, tres grandes proyectos políticos (derecha, APRA, izquierda), herederos a su vez de las tres grandes tradiciones políticas modernas del país (el social cristianismo, el aprismo y el socialismo) se disputaban el rumbo del país; la intensidad de esa disputa política hizo que los partidos desatendieron el drama de la violencia, porque afectaba sectores desenganchados de los procesos políticos y sociales fundamentales que vivía el país[10]. Esto se expresó, por ejemplo, que para predecir la aprobación a la gestión de los presidentes en la década de los años ochenta mucho más importante era el desempeño de la economía y el control de la inflación, que la dinámica de la violencia, expresada en número de atentados o número de víctimas[11].


[1] Ver en el tomo VIII, el capítulo 1, “Explicando el conflicto armado interno”, p. 23-45, dentro de la segunda parte del informe final, “Los factores que hicieron posible la violencia”.
[2] Presenté de manera preliminar estas ideas en Tanaka, 2004. Esta discusión me parece uno de los temas fundamentales que ha puesto sobre la mesa el informe de la CVR, y no ha sido tomando en cuenta, obviamente, por los detractores del mismo, pero tampoco por quienes lo respaldan. En general, tengo la impresión de que el informe, lamentablemente ha sido poco leído, tanto por los que lo critican como por aquellos que lo respaldan, siendo que cada cual lo evalúa desde sus propios prejuicios y prenociones.
[3] Este tipo de lecturas van en sintonía con planteamientos de intelectuales como Flores Galindo (1896) o Manrique (1986) en la década de los años ochenta.
[4] Ver especialmente en el tomo I, el capítulo 2, “El despliege regional”, dentro de la sección primera, “Exposición general del proceso”; y también en el tomo IV, el capítulo 1, “La violencia en las regiones”, de la sección tercera, “Los escenarios de la violencia”.
[5] Mucho de esto se encuentra en el examen de varios de los acápites del capítulo 2, “Los casos investigados por la CVR”, dentro del Tomo VII, parte de la sección cuarta, “Los crímenes y violaciones de los derechos humanos”.
[6] Ver acápite 5, “Los comités del autodefensa”, dentro del capítulo 1, “Los actores armados”, dentro del tomo II, p. 290.
[7] Ver “La violencia en las comunidades de Lucanamarca, Sancos y Sacsamarca” (apartado 2); también “Los casos de Chungui y de Oreja de Perro” (apartado 3), y “El caso Uchuraccay” (apartado 4), todos del capítulo 2, “Historias representativas de la violencia”, en el tomo V; ver también “La batalla de Puno, ya citado. En todos estos casos se llama la atención de cómo se entrecruzó la dinámica del conflicto armado con conflictos locales. En varios trabajos Kimberly Theidon ha mostrado este ángulo del conflicto, cómo se trató de una violencia “entre prójimos”. Ver Theidon, 2004 y 2000.
[8] Ver en el tomo I, el capítulo 2, “El despliege regional”, dentro de la sección primera, “Exposición general del proceso”; y el Tomo IV, que comprende el capítulo 1, “La violencia en las regiones”, de la sección tercera, “Los escenarios de la violencia”, especialmente las partes dedicadas a Lima y las zonas urbanas.
[9] Sobre el racismo ver el acápite “Violencia y desigualdad racial y étnica”, del capítulo 2, “El impacto diferenciado de la violencia”, dentro del tomo VIII, a su vez dentro de la segunda parte del informe final, “Los factores que hicieron posible la violencia”.
[10] Ver Tanaka, 2005. Una visión crítica puede verse en Pajuelo, 2004.
[11] Sobre el punto ver Carrión, 1992.